domingo, 20 de diciembre de 2009

El primer caldero

Ya dije que mi bisabuelo había sido el capitán del Sirio. Muchos de los náufragos fueron acogidos durante días en los hogares de los pescadores que acudieron a rescatarles. Mi bisabuelo permaneció diez días en casa de uno de ellos. Tenía una familia y tres hijos, el pescador. En su casa mi bisabuelo probó por primera vez el caldero. Si mi bisabuelo no hubiese naufragado jamás habría probado el caldero. A mi bisabuelo le encantó aquella receta de arroz. Tanto, que la transmitió de generación en generación. El caldero es un plato familiar para mi familia napolitana. Es el plato de los domingos. Se ha convertido en un ritual, en un acto casi religioso, como el cordero de los musulmanes o el kosher de los judíos. Antonio era el nombre del pescador que acogió a mi bisabuelo durante aquellos diez días. Hasta que vino un nuevo barco a rescatarlo. Cuando mi bisabuelo subió al barco, esta vez como pasajero, vestía unos sencillos pantalones de tela negros y una camisa blanca de pescador. Mi bisabuelo regaló su traje de capitán a Antonio. Sólo se llevó consigo, de vuelta a Italia, el ejemplar de La incógnita, de Pérez Galdós, el verdadero responsable de aquella catástrofe. Posiblemente el traje de mi bisabuelo siga en el pueblo, guardado en algún baúl, olvidado por las generaciones sucesivas. O quizás no, quizás ocupe un lugar privilegiado en algún cajón, en una vitrina, conmemoración de la estancia de aquel capitán de barco italiano que naufragó en las Islas Hormigas. Podría preguntar a los vecinos por ese traje. Pero no lo haré. Prefiero que el traje se mantenga en el limbo de existencia, como el monstruo del lago Ness, como Big Foot, como el gato de Schrödinger. Las cosas que existen y que no existen al mismo tiempo son aquellas que conforman lo mítico. Y yo quiero que el traje de mi bisabuelo forme parte de la leyenda.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Una geometría hiperbólica

Susan quiere llegar hasta los pies del faro. Yo le digo que nunca he estado, que recuerde, a menos de cien metros de él. Hemos salido de casa y nos hemos dirigido hacia su imponente figura. La carretera que lleva hasta el faro acaba en un momento dado, justo al inicio de unas escaleras que ascienden hacia el pequeño montículo que sirve de base a la construcción. He oído historias acerca del farero. Que vive en el faro con su familia, sólo generalidades. En realidad creo que nadie lo ha visto. Las escaleras nos llevan en un primer tramo directos hacia el faro, pero luego lo bordean alejándose repentinamente de él. A continuación un nuevo tramo parece acercarnos hasta que una erupción rocosa obliga al camino a torcerse de nuevo, esta vez en sentido descendente. Hemos subido y bajado escaleras durante más de media hora, hasta que, fatigados, nos hemos detenido para calibrar nuestra posición. Estábamos más lejos todavía de él que al principio de la ascensión. ¿Cómo era posible? Hemos decidido seguir intentándolo. Cada vez que nos aproximábamos el sendero giraba por algún motivo, alejándonos de nuevo de él. Podríamos haber intentado abandonarlo para a atravesar campo a través, pero el terreno era demasiado escarpado para adentrarse en él sin el calzado adecuado. Finalmente hemos desistido. Nos hemos contentado con admirar su fantástica planta desde el lugar donde nos encontrábamos. Justo en ese momento una luz se ha encendido en la base del faro, ahí donde deberían estar las habitaciones de la residencia del farero. Hemos visto cómo una sombra atravesaba la ventana. A pesar de que el sol todavía tardaría unas horas en ocultarse, podíamos ver cómo la luz parpadeaba tras el cristal, como si una mano en el interruptor fuese guiada por el mismo mecanismo que hacía funcionar el faro. Transmitiéndonos, quizá, un mensaje de peligro.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Cosas que desaparecen

Hay maneras de hacer desaparecer las cosas. Con el tiempo he aprendido a creer en la magia. No se trata de simple prestidigitación, no. Es hacer que las cosas ya no estén, o estén en otro sitio, muy lejos de donde se las busca. Hoy me ha ocurrido. Usaba un destornillador para reparar un cajón del armario que se resistía a cerrarse. Y ya no está. Me refiero al destornillador. A veces realizamos movimientos de manera inconsciente, incurrimos en rituales secretos que hacen que un ser determinado se evapore. No sabría repetir mis movimientos. Ahí está la gracia. Hay gestos que crean agujeros negros capaces de desmaterializar las cosas. Todos lo hacemos. Naturalmente ocurre también lo contrario. A veces descubrimos un objeto novedoso sobre la mesa, en un cajón, en el suelo del baño, sin saber muy bien de dónde vino. Sería fantástico saber dónde aparecerá mi destornillador. Era un destornillador grande, de estrella, de mango de color azul y amarillo. No pido que me lo devuelvan. Sólo saber si alguien lo ha visto.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Sobre el virtuosismo

Pienso que es virtuoso aquél que logra hacer su virtud inaprensible. El virtuoso abandona la naturaleza para llegar a una segunda naturaleza. Es como un animal que practicase mucho y que al final lograse comportarse como un ser humano. Y nadie notase la diferencia. Uno escucha tocar a Glenn Gould y le parece que ésa es la manera natural de tocar un piano, la manera en que debería sonar un piano si uno se sentase delante y acariciase sus teclas. Uno mira un cuadro de Vermeer y le parece que así debería pintar cualquiera que pusiese en sus manos una paleta llena de colores primarios. Uno mira los movimientos de Susan y piensa que ésa es la manera en la que todos debiéramos desplazarnos. Yo vi a Philippe Petit caminar sobre un cable de acero y pensé que cualquiera podría subirse y caminar así, como si uno pasease tranquilamente por la avenida de una gran ciudad, pero con las manos extendidas, como los niños que corren y abren los brazos y creen que así echarán a volar. Me subí a uno de esos cables y me caí. Descubrí que los virtuosos nos engañan, que no hay nada natural en lo que hacen, que había que trabajar mucho para llegar a esa doble naturaleza que se parece mucho a la primera, pero que es distinta. Aprendí la lección y ahora practico el funambulismo con los pies en la tierra. Puede que al observarme les parezca fácil. Que piensen que cualquiera podría hacerlo. Inténtenlo si pueden. Les digo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Pompas de jabón

Uno de nuestros entretenimientos favoritos son las pompas de jabón. Susan y yo nos sentamos en las tumbonas de la terraza, ella con un pequeño cilindro relleno de una solución jabonosa del que extrae una tapadera a la que está adherida una varilla que acaba en una especie de monóculo. Al soplar a la anilla, Susan produce un montón de pompas que flotan junto a nosotros y que explosionan de manera impredecible. Estos pequeños ódradeks iridiscentes están llenos de simbolismo. La esfera siempre ha sido el elemento protector por antonomasia. La mayoría de la gente busca cobijarse en una esfera y, cuando ésta se rompe, sufre el desconcierto y el vértigo del polluelo arrojado del nido. No es mi caso. Siempre disfruté disolviendo las pequeñas esferas de jabón con la carne imperfecta de mi dedo. Así extiendo la mano para alcanzar las pompas que Susan extrae al artilugio de la manera más delicada que pueda imaginarse. Como si las pompas, en lugar de salir del pequeño aro, brotasen directamente de sus labios. Acerco mi dedo a una de ellas y pienso en la civilización. Y estalla. Lo acerco a otra y pienso en la nación. Y estalla. A otra, mientras pienso en la familia. Y ocurre lo mismo. Luego pienso en mí, en el Adolfo Domínguez que soy capaz de reconstruir en mi cabeza. La imagen me confunde, de manera que, mientras tanto, la pompa ha conseguido esquivar mi dedo. Lo ha evitado para perderse más allá de la barandilla de la terraza, camino de no se sabe dónde.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Factor 40

El calor es a veces insoportable. Apocalíptico, podría decirse. A veces pueblan el cielo bandadas de aves, camino de no sé dónde. Vuelan en formación, dibujando una flecha sobre el azul del cielo, marcando una dirección, como si con ello pretendieran convencer a los que las observamos desde tierra que la vida tiene un sentido preciso. El agua, sin embargo, me dice Susan, sigue estando fría. Estamos en pleno mes de julio, pero la temperatura del agua no se corresponde exactamente con la que uno esperaría encontrar. El agua tiene un ritmo distinto al de la tierra o el cielo. Los relojes que marcan el tiempo del mundo no funcionan al unísono. Nadie los sincronizó. A pesar del calor, a veces una simple racha de viento da a entender que la primavera no se marchó del todo. O que el otoño anda agazapado a la espera de imponer su dominio. Deduzco entonces que no existe el verano, como tampoco existe el tiempo. El verano es una abstracción de la que uno tiene que protegerse usando crema solar (factor 40, siendo precisos).

Por la tarde, en la playa, mientras Susan se da un baño y yo la contemplo de pie sobre la arena, calzado con mis zapatillas de funambulista, una escuadrilla de aviones hiende el cielo con sus motores a reacción. Es la Patrulla Águila. Aprovechan la calma de la estación para ejercitarse con sus acrobacias en el aire. Hoy ensayan la formación en punta de flecha. Algo similar a lo que había visto por la mañana. A diferencia de lo que ocurre con las aves, la flecha no apunta en una única dirección. La flecha de la Patrulla Águila cambia continuamente de dirección a velocidad supersónica. Como una banda de pájaros desorientados, sin saber muy bien qué camino elegir.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Un leve picor

Por la noche, tumbado en la cama junto a Susan, con leve insomnio. Suele ocurrirme en vacaciones, cuando el nivel de estrés se rebaja y el ejercicio físico del día no ha logrado agotarme. Susan duerme apaciblemente al otro lado de la cama. Empiezo a sentir un leve picor en la mejilla, lo que yo llamaría un ódradek sensorial. Centro toda mi atención en esa minúscula porción de mi mejilla, lo cual tiene el efecto de que sienta cómo crece el picor. En la quietud de la noche, aletargado el resto de sentidos, me doy cuenta de que ese picor infinitesimal es lo único que me mantiene atado al universo. Imagino que ahí, sobre la mejilla, acaba de posarse una partícula de polvo capaz de irritar mi piel, o que un acúmulo de sangre pugna por atravesar un capilar estrecho. Pienso en las Termópilas. Y en un Leónidas oculto en mi sistema cardiovascular. Quizás se trate sólo de una estrategia corporal para no dejarme caer en la inconsciencia del sueño. El picor me reclama. Bastaría con llevar la mano a la mejilla y frotar la zona. Entonces desaparecería el picor. O no, tal vez iría en aumento, como ocurre con las picaduras de los mosquitos, que exacerban su comezón si se las rasca. Además, Susan tiene un sueño en extremo delicado. Podría despertarla si muevo el brazo desde la sábana hasta mi mejilla. Pero lo cierto es que el picor va en aumento. Si sigue así no podré dormir y entonces mañana, al despertar, Susan me encontrará agotado sobre las sábanas. Sufriríamos, al menos durante veinticuatro horas, la inconveniencia de nuestros biorritmos desacompasados. Decido entonces llevar mi mano izquierda (la que queda más alejada del cuerpo de Susan) a la mejilla. La rozo apenas. Y el picor desaparece. Susan se gira.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Una sustancia plástica

¿Puedes explicarme cómo lo has hecho? Nada más sencillo, Sulei Zhen (a veces, cuando me pongo pretencioso, la llamo por su verdadero nombre). Un buen interrogador ha de ser capaz de descubrir cuándo miente un testigo. Por mucha imaginación que tenga, y este era uno de esos casos, llega un momento en que se descubre el pastel. Hay que indagar en los detalles. La verdad está en los detalles. Los detalles son el grano fino de la realidad. Y el que busca la verdad debe disponer de una buena lente de aumento. La realidad posee un carácter continuo. Cada instante puede ampliarse. La verdad, amada mía, es de plastilina. La ficción, sin embargo, es discreta, discontinua. Por mucha literatura que usen los escritores, por muchas bibliotecas que construyamos para contener sus libros, jamás podrán agotar 'lo real' agazapado en un solo instante. El falso testigo narra, Susan, la realidad acontece. Eso me recuerda la paradoja de Zenón, ha dicho Susan. A la razón le resulta imposible demostrar que Aquiles acabe atrapando a la tortuga. Y sin embargo ocurre. Exactamente, Susan. Lo cual solo demuestra que la razón miente. Pero... ¿En qué momento supiste que mentía? Cuando dijo que su madre lo castigaba sin salir si no se comía su plato. Susan me ha deleitado con uno de esos rostros que son como un par de guiones de acotación -sus cejas- rellenos de puntos suspensivos. He pasado por esta plaza todos los días de la semana. Ninguno de ellos ha faltado este muchacho.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El método

Mientras tomábamos una cerveza en una terraza de la plaza del pueblo, me he propuesto mostrar a Susan uno de mis recientes descubrimientos. He hecho acudir a un muchacho que parecía aburrido, sentado en un poyete, lanzando guijarros a una lata de refrescos. El muchacho se ha acercado con curiosidad. Le he dicho que éramos un par de periodistas realizando un estudio (lo más acertado habría sido hacerse pasar por psicólogos, pero mi experiencia me dicta que los chicos de hoy en día rehúyen de los representantes de ese oficio como otras generaciones abominaban de los portadores de sotanas. Al fin y al cabo ambos se proponen un mismo objetivo: la pulcritud de nuestras conciencias, listas para el pase de revista de un dios o del estado). El muchacho, encantado, se ha ofrecido como conejillo de indias para nuestro experimento. Le he pedido entonces que enunciara con una frase un hecho, no necesariamente verídico. Tras meditarlo unos instantes el chico ha dicho que hoy había comido bajocas. ¿Bajocas?, he preguntado. Bajocas, ha repetido. ¿Qué es eso? El muchacho me ha mirado extrañado. Tras dilatadas explicaciones, he creído entender que se trataba de una especie de judía verde de aspecto cilíndrico. He dado su respuesta por válida. Era un principio. Le he preguntado el tamaño medio de la bajoca. El muchacho ha abierto los dedos índice y pulgar como si fuesen los brazos de un compás. De acuerdo. Después he indagado por el sabor de la bajoca. Como el de una judía, pero mejor, ha respondido. ¿Con qué iban acompañadas? Con tomate, se comen con tomate. Nada que objetar. En absoluto. ¿Cuándo las comiste la última vez? El muchacho ha puesto cara de hacer memoria. No sé, creo que una semana. Era posible, naturalmente. ¿Y tu madre? ¿Mi madre? Ha puesto cara de asombro. ¿A tu madre le gustan las bajocas? Sí, bastante. Tienen que gustarle mucho, para que las haga tan frecuentemente. Es la época. Y a ti, ¿te gustan? No demasiado, la verdad. Pero te las comes. Ha asentido con la cabeza. Te obliga tu madre. Ha repetido el gesto. Si no, te castiga. Desde luego, me deja castigado toda la tarde sin salir, si no me como lo que me pone en el plato. ¿Y la última vez, te las comiste? No, no las comí. Lo miré de nuevo. Me pareció portentoso. Un ejercicio magistral de simulación. Muchacho, le dije, sin duda llegarás muy lejos en la vida. Pero estoy seguro de que mientes. El chico ha abierto desmesuradamente los ojos. Yo había introducido mi mano en el bolsillo para recompensarlo por su actuación. Sin embargo, después de escuchar la rotundidad de mis palabras, imaginando tal vez un castigo o algo peor (una charla, quizás, sobre la necesidad de decir la verdad para lograr la confianza de los semejantes y purgar con un mea culpa aquel pequeño acto de egoísmo, seguido de un refuerzo positivo en forma de helado o efervescente refresco), el chico ha echado a correr como una centella hasta desaparecer de la plaza. Entonces me he girado hacia Susan, que me miraba estupefacta. ¿Ves?, le he dicho, mi método resulta del todo infalible.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Hiperdelirio

Con Susan ha llegado también internet. Susan es usuaria de una de esas conexiones USB que te permiten conectarte en cualquier lugar donde llegue la red telefónica. Susan y yo practicamos un hobby a través de la red. Consiste en lo que llamamos el 'hiperdelirio'. El delirio es un estado mental en el que el cerebro realiza asociaciones en principio carentes de toda lógica. El hiperdelirio consiste en algo semejante, pero a través de la red. La red es un dispositivo de memoria externo al cual podemos conectarnos en cualquier momento. Y conocer cosas que no sabíamos que sabemos, porque ese cerebro externo ya nos pertenece, siempre que paguemos la cuota de conexión. Nos encanta empezar visitando una página de cocina y acabar, por ejemplo, en un portal pornográfico, pasando por la predicción meteorológica o el cultivo de la caña en regiones tropicales. El hiperdelirio es una deriva mental para la que todavía nadie se ha planteado la cura. Ni falta que hace. Es como asomarse a la conciencia de un poeta capaz de metáforas imprevisibles, de un poeta dadaísta. Hoy, por ejemplo, he fotografiado el código de IKEA de la escobilla que sirve para enjabonar los platos.



Luego he buscado la IP que se correspondía con dicho código. He ido a parar a algún lugar de Estados Unidos, muy cerca de una ciudad llamada El Dorado.



Más tarde he convertido el código en coordenadas terrestres y, tras introducirlas en Google Earth, he ido a parar a un rincón cercano a los Himalayas, un lugar cubierto de plantaciones de té.



Susan, sentada frente a la pantalla del ordenador, tomaba en ese momento un té indio en una taza que unos minutos antes había enjabonado con la escobilla de IKEA. Hemos concluido que la realidad esconde casi siempre un doble fondo surreal, que lo que llamamos realidad no es sino el olvido de un cúmulo de circunstancias surrealistas. Y que tirar de la cadena, por ejemplo, puede resultar algo maravilloso.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La incógnita

Los historiadores no se ponen de acuerdo acerca de cuál fue el auténtico motivo del naufragio del Sirio. Sospechan que hubo un error humano, pero no saben exactamente cuál. No saben que mi bisabuelo estaba absorto en aquel momento en la lectura de una novela, la traducción al italiano de una novela de un autor español cuya literatura empezaba a atravesar fronteras: Benito Pérez Galdós. La novela se titutalaba "La incógnita", y había tenido obsesionado a mi bisabuelo desde que el barco partiese de puerto de Génova. Dejaba a cargo del timón al sobrecargo para recluirse en el camarote. Allí abría el libro, se zambullía en sus páginas, que golpeaban una a una en su conciencia como las olas sobre el casco en apariencia sólido del barco. En La incógnita ocurren pocas cosas. En realidad es una obra banal. El protagonista nos habla a través de una serie de cartas de un amor no correspondido, de la muerte de un amigo. El narrador no entiende porqué es rechazado por la mujer, no sabe si su amigo fue asesinado o acaso se suicidó. En la incógnita aparecen frases como:

...y qué monotonía desesperante en la vida toda; qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas, para matar lo desconocido, lo desconocido, Manolo de mis entrañas, lo desconocido, que es la alegría de las almas, la sal de la existencia!

Frases que sonaban enigmáticas en los oídos de mi bisabuelo, y que al mismo tiempo le hablaban directamente a alguna parte de sí mismo que no sabía ubicar con certeza. Mi bisabuelo no entendía cómo podía construirse una trama sobre la nada. Le maravillaba que el interlocutor del personaje se llamara Equis. Se imaginaba que él era el señor Equis al que iban destinadas aquellas cartas. A mi bisabuelo, por primera vez en su vida, le gustaba sentirse como una incógnita. Se encontraba leyendo en su camarote cuando se produjo el choque. El sobrecargo era inexperto y no interpretó bien la carta de navegación. Se produjo el naufragio. Mi bisabuelo siempre culpó del accidente a La incógnita. La culpa del naufragio del Sirio la tiene Pérez Galdós, bromeaba en las reuniones familiares. Mi bisabuelo estaba convencido de que aquella novela era en sí misma un naufragio, el naufragio de las expectativas de un lector, el naufragio de la secular ansia humana por comprender el mundo.

domingo, 8 de noviembre de 2009

La alegría de los naufragios

Porque el lenguaje no es la llave que abre el tesoro del mundo. La llave, en este caso, es el tesoro. El mundo es sólo el terreno de batalla, el tablero de juego, un compendio de escaques sobre el que se ejercitan las palabras. El objeto es rendir al enemigo, acorralarlo poco a poco, inutilizar sus peones sustantivos y sus alfiles adverbios. Hasta el jaque mate.

El lenguaje no descubre el mundo. El lenguaje lo crea, dejando un terreno sembrado de cadáveres. O eso parece. Porque si nos acercamos vemos que lo que creíamos cadáveres no son sino las pieles de muda del mundo. Sí, creíamos que habíamos acabado con las cosas, que las habíamos dispuesto sobre el anaquel, perfectamente catalogadas. Pero en realidad las cosas se habían mudado a alguna otra parte, dejándonos un vestigio, una carcasa vacía, un simulacro de muerte.

Susan, siempre tan intuitiva, se ha detenido, con la sombrilla cerrada en la mano, y ha auscultado el paisaje durante algunos segundos. Después, mirándome a los ojos, ha pronunciado la frase: aquí huele a destrucción.

Efectivamente, el 4 de agosto de 1906 el barco italiano Sirio encalló en los bajíos que se extienden desde Cabo de Palos hasta las Islas Hormigas. El barco, que había salido algunos días antes del puerto de Génova, transportaba a un gran número de inmigrantes, camino de Argentina, Brasil y Uruguay. En el naufragio murieron más de doscientas personas. Varias estelas recuerdan la memoria de los fallecidos y la heroicidad de los pescadores de la zona, que lograron salvar a la mayoría de los náufragos. Observando el mar en calma que se extiende desde el Cabo hasta las Islas Hormigas resulta difícil imaginar la catástrofe.

Yo, Adolfo Domínguez, soy el biznieto de aquel capitán de barco. Como mi bisabuelo, he venido aquí a naufragar. En el muchacho que se arroja al mar desde una roca se percibe la alegría del naufragio. Y es que el naufragio oculta una secreta alegría. Se dice que los labios de los ahogados se curvan en una sonrisa. Una sonrisa que se debe parecer también a la de la Mona Lisa.

martes, 3 de noviembre de 2009

Un pixelado demasiado fino

De regreso a casa, antes de descender hacia Cala Reona, Susan y yo hemos tropezado a un grupo de excursionistas. El conjunto estaba formado por dos chicas y un chico. Ellas llevaban vestidos ibicencos y esparteñas de plataforma, mientras que él lucía un pantalón ancho de lino y un bigotito a lo Errol Flynn. No parecía la vestimenta más adecuada para un excursión como aquella. Una de las chicas se separó del resto del grupo y nos preguntó por la dirección hacia Cabo de Palos. Su voz y su mirada denotaban una frivolidad exasperante. De inmediato nos dimos cuenta de que no se trataba de una broma, sino que la voluntad de aquel grupo era el reconocimiento de un lugar del que habían oído hablar tan sólo a través de una guía turística. El frívolo sólo puede mostrar desconcierto y confusión ante el pixelado finísimo de la realidad. Yo señalé hacia la cumbre del monte, allá donde los pasos conducían tierra adentro. Se despidieron agradecidos. La broma divirtió mucho a Susan. Yo le dije que en el fondo no se trataba de ningún engaño. Puesto que Cabo de Palos podía ser el mundo, el mundo podía perfectamente ser Cabo de Palos. De modo que cualquier dirección era buena si uno quería encontrarlo.

A la vuelta he abierto el ordenador y he ampliado la imagen de Susan, la de su sonrisa.





He hecho varias ampliaciones sucesivas. Una vez más, compruebo que el método analítico resulta completamente estéril en lo que se refiere a los ódradeks. Un ódradek no posee partes. Las partes de un ódradek vuelven a ser ellas mismas un nuevo ódradek.




La sonrisa de Susan no se descompone en elementos discernibles. La ampliación de la imagen no resuelve ningún enigma, si acaso lo multiplica.



Al final me tropiezo con una especie de nebulosa, un microagujero negro alrededor del cual gravitaba, sin saberlo, la imagen completa. Al final, como siempre, sólo queda la ausencia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El placer del atavismo

Playa honda, Cala Flores, Playa Paraíso... Siento fascinación por la toponimia de este rincón del mundo. El hecho de que la palabra 'playa' preceda a un sustantivo logra convertirlo en un lugar habitable, en el que a uno le gustaría tumbarse y reposar aunque fuese durante algunas horas. Hoy hemos paseado, bordeado los acantilados y ascendido el pequeño collado que separa Cala Reona de Cala Dentoles. Hemos tropezado lirios de mar. Su olor dulzón ha subyugado a Susan, que se protege del último sol de la tarde con su sombrilla de papel. El terreno contiene una gran cantidad de pizarra y, de vez en cuando, es posible encontrar algún que otro pozo minero abandonado. Nos hemos asomado a uno de ellos. La entrada estaba sellada por unos cuantos tablones de madera. Ya los romanos buscaban plata en el subsuelo de aquella montaña. El sol estaba a punto de ocultarse a nuestras espaldas. La cala, a nuestros pies, permanecía vacía. Creo que fue una sensación de atavismo la que se apoderó de nosotros, de nuestros cuerpos. El azul del mar combinado con el color cobrizo de la tierra. La fusión de colores y elementos suscitó en nosotros un ansia pareja de conmistión. Fue Susan la que tomó la iniciativa al desprenderse de la braguita anaranjada del bikini. La seguí de inmediato, dejando caer al suelo mi bañador de Adolfo Domínguez (reparen en la redundancia). Nos acoplamos sobre una enorme piedra de pizarra que guardaba todavía el calor del sol. Allí nuestros cuerpos se cocinaban. Hacíamos el amor al tiempo que nos preparábamos como el alimento de una deidad vinculada a aquella naturaleza. Nos sorprendió darnos cuenta de que, más que dos cuerpos, éramos parte integrante de aquella fusión elemental que perduraba desde antes de nuestra aparición en el planeta; que compartíamos el placer dilatado de las eras geológicas. La analidad no fue entonces una decisión. Simplemente se impuso, lo anal. Porque el aparato digestivo tuvo prioridad en el ciclo biológico, primero hubo que alimentarse. Más tarde acontecería la reproducción. El cerebro es el hallazgo más reciente de nuestra naturaleza. Y aquel momento de atavismo, ya lo dije, nos consumía, nos digería en el estómago que era aquel paisaje de arena y pizarra, arrullados por el compás si cabe todavía más atávico del mar. Y después de terminar permanecimos algunos minutos más tumbados sobre aquella piedra, gozando el declive de aquel placer protozoico. Nada tristes, por cierto.

martes, 27 de octubre de 2009

La sonrisa de la Gioconda

Los ódradeks tienen una capacidad casi inagotable de reproducción. Los ódradeks son singulares, es cierto, pero hay algo en su naturaleza que los predispone a la copia. La sonrisa de la Gioconda, por ejemplo. La mayoría de los turistas se disponen frente al cuadro del Louvre y disparan su cámara fotográfica sin darse cuenta del instinto atávico que los posee en ese momento. Los ódradeks usan al ser humano como aparato reproductivo, ya que ellos (como todo lo monstruoso) son incapaces por sí mismos de hacerlo. Como los insectos que ayudan a polinizar cierto tipo de flores, así el ser humano forma parte del aparato reproductor de los ódradeks. Gracias al ser humano y a sus cámaras fotográficas, el ódradek 'sonrisa de la Gioconda' se ha extendido por todo el mundo, en un ejemplo de éxito reproductivo. Tanto, que ha llegado a conquistar los labios de Susan, quien, esta mañana, al abandonar la cama y entrar a la cocina donde me encontraba preparando el desayuno, han reproducido con meticulosa exactitud la curvatura de los de la Mona Lisa.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Tsunami

Todavía metidos en la cama le explico a Susan los últimos acontecimientos, es decir, el hallazgo del ódradek de Australia, su vinculación con Cabo de Palos, y las pruebas de que la guerra no es ajena a este lugar que alguien podría confundir con el paraíso. Susan ha querido ver por sí misma el ódradek de la ducha. Ha regresado desnuda, maravillada por el descubrimiento. Después, como si quisiera con ello confirmar mis teorías, ha dicho que en la disposición de los guijarros del aparcamiento había apreciado síntomas inequívocos de abyección. Le he hablado del mar apacible que bate la costa al otro lado de las paredes. Susan, sin embargo, al igual que yo, está convencida de que Cabo de Palos, de alguna manera que escapa a la lógica pero no a la poesía, está indisolublemente ligado a nuestras antípodas. La prueba reside en el techo del cuarto de baño de nuestro apartamento de alquiler. Después, con su cuerpo desnudo iluminado por la luz de la luna, ha pronunciado la palabra tsunami.

domingo, 18 de octubre de 2009

Sulai Zhen

Susan no es en realidad Susan sino Sulai Zhen. Nació en este país, pero decidió desde muy pronto custodiar las costumbres aristocráticas de su China natal. Ella me introdujo en los delicados refinamientos del arte y la literatura orientales. Ella me enseñó que la delicadeza y el espíritu no son sino un epifenómeno de ciertos estados complejos de la materia. El acoplamiento de dos cuerpos, por ejemplo. Susan y yo no constituimos a su parecer una pareja, sino una antología muy selecta de la especie humana. Como un par de flores colocadas en un jarrón transparente a través del cual pudiera divisarse la línea del horizonte, dice ella. A diferencia de otras 'antologías' humanas, nuestro objetivo es transmitir a aquel que nos contempla (paseando, haciendo la compra o tumbados en la playa) serenidad y cierta apertura hacia las potencialidades recónditas de la existencia. Susan me enseñó el exquisito arte de la composición de los libros de la almohada. Cada estado de ánimo de Susan es una página en blanco que ella se encarga de llenar con caracteres de hermosa caligrafía. Estimo que el número de esas páginas ha de ser infinito.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Una oriental

Por la noche he ido a la estación de tren a recoger a Susan. El tren ha entrado en el andén a la hora prevista. Desde los ventanales de la cafetería, delante de un café, he visto cómo, primero la locomotora, y después los vagones, uno a uno, recorrían el andén hasta detenerse. Los pasajeros han comenzado a descender, entre ellos, una mujer oriental ataviada con un kimono rojo y zapatos de tacón a juego que ha abierto bajo la luz eléctrica de la estación una sombrilla de papel estampado con una espiral que se cierra alrededor de la contera. La mujer oriental ha cogido la maleta y, sin abandonar la sombrilla, se ha dirigido hacia la cafetería con pequeños pasos, separando apenas un pie del otro, como si temiera de un momento a otro caerse desde la altura de sus tacones, aunando en su desplazamiento lo absurdo, lo exótico y lo arcaizante. La mujer oriental, tras cerrar el paraguas, ha abierto la puerta de la cafetería y, arrastrando tras de sí la maleta, se ha acercado hasta detenerse junto a mi taburete. Entonces ha acercado sus labios pintados de delicado maquillaje a los míos y me ha besado. ¿Qué tal ha ido todo? Muy bien, ha sido su respuesta.

domingo, 11 de octubre de 2009

Casiolas

Por la tarde he seguido caminando (Susan no llegará hasta la noche), esta vez por la playa de levante. Por primera vez me he atrevido a aproximarme al agua. Me he detenido justo al borde del agua, apenas a unos centímetros de la línea invisible que las diminutas olas no parecen decidirse a rebasar. Me disgusta la arena de la playa. Eso hace que nunca me descalce en mis paseos junto al mar. De hecho, camino con mis viejas zapatillas de funambulista, dando pequeños pasos, intentando siempre que los diminutos granos de arena no acaben penetrando por la inapreciable hendidura que separa mi piel de la del calzado. Las olas lamían la puntera de mis zapatillas. He pensado en retirarme, en dar un paso atrás, pero finalmente he permanecido inmóvil, recreándome en aquella pequeña heroicidad. Las olas son tan diminutas que dudo en calificarlas de tales. Mejor sería denominarlas casiolas. Ódradeks evanescentes. No deja de sorprenderme la mansedumbre de este mar. Es un mar sin duda al alcance de la mano de un niño, el mar que uno llevaría a su casa si dispusiese de una casa lo suficientemente grande. Me fascina su casi no movimiento, su predisposición a la quietud. Su ritmo acaba creando una trama frágil, trenzada por las casiolas (esos minúsculos acontecimientos). La casiola se acerca a nosotros. Pareciera querer decirnos algo, pero al instante siguiente se retira, dejando un rastro insignificante de espuma sobre la arena. Las casiolas son la auténtica frontera de Cabo de Palos, una frontera evanescente que yo no me atrevo a rebasar.

jueves, 8 de octubre de 2009

Los desertores

Hoy he intentado matar el tiempo antes de la llegada de Susan con un paseo por el puerto. Barcos de motor y grandes veleros de hasta tres mástiles flotaban sobre las aguas mansas, al parecer inalterables, de esta diminuta región del mundo. He reparado en uno de los patrones de uno de los veleros. Uno de los más grandes y lujosos de todo el puerto. Llevaba un sencillo bañador que le cubría hasta los tobillos. Pese a superar probablemente la cuarentena, su cuerpo era el de un atleta o, mejor, el de un guerrero. En la parte inferior de los abdominales una cicatriz señalaba lo que podría pasar perfectamente por una herida de guerra. Se movía con agilidad por la cubierta del barco, atando cabos a un lado y otro, practicando la para mí desconocida ciencia de la marinería. Lo he imaginado vestido con un traje elegante, haciendo desde su despacho llamadas que pondrán en marcha los engranajes del mundo. Su cuerpo es sin duda el de alguien preparado para librar una batalla. Y, casi con toda seguridad, para ganarla. Todo lo cual confirma mi impresión de que siempre, en todo momento, estamos en guerra. Una guerra en la que no sé si alguien llegó a reclutarme. Me escabullo de inmediato por una de las calles laterales que conducen a los bares y restaurantes cercanos al puerto antes de el patrón se fije en mí. Los auténticos guerreros tienen un sexto sentido para detectar a los desertores. Y lo peor que puede hacer un desertor es llamar la atención.

domingo, 4 de octubre de 2009

Aviones de papel

Con frecuencia se tiene la impresión de que la realidad cae en al absurdo y el sin sentido. No obstante, nuestro instinto realista, educado a través de la lectura de múltiples novelas y del estudio de la historia, acaba por convencernos de que el absurdo es la excepción en un mundo ordenado, en el que las piezas tienden a encajar las unas con las otras como en un complicado mecanismo de relojería. Más bien deberíamos reconocer todo lo contrario. No hay nada como realizar algún acto absurdo para atravesar la membrana y pasar al lado de la auténtica realidad. Fabricar aviones de papel, por ejemplo, y arrojarlos al mar desde el acantilado donde se yergue el faro. Antes habremos escrito algunas frases importantes, o que parecen importantes, o que serían importantes en un mundo realmente gobernado por la lógica o la ética o la estética o por alguna otra palabra de naturaleza esdrújula. Frases como:

El arte ha muerto.
La historia ha muerto.
La lubina ha muerto.

Algunas muertes pueden resultar bastante placenteras.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Dos caminos concurrentes

Sólo existen dos lenguajes realmente autónomos, el de las matemáticas y el de la pornografía. Todos los demás están relacionados con la sociedad, con la historia, con la política con el arte... El sexo y la lógica tienen que ver tan sólo con la evidencia, con la desnudez respectiva de los cuerpos y las conciencias. Ambos poseen una mecánica sencilla cuyo resultado último es el estupor. El sexo se funda en una serie de axiomas a partir de los cuales se desencadena la lógica de los cuerpos. El quod erat demostrandum que culmina una prueba matemática es el perfecto equivalente del orgasmo. No existe nada más alejado de un periódico abierto sobre la mesa que un cuerpo desnudo sobre la cama o un teorema matemático. La lógica y el sexo resultan así de lo menos mundano, constituyen una especie de ascesis de la realidad. El matemático y el pornógrafo no hacen cuentas con lo cotidiano. Se diría que viven fuera del tiempo.

En Cabo de Palos, la realidad está tan adelgazada que parecería que sólo deja al visitante dos caminos posibles: el del sexo y el de la lógica.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Ausencia de olas

La historia, quizás, no se ha acabado, sino que sencillamente ha decidido marcharse de vacaciones. Aquí, por ejemplo, a Cabo de Palos. Un sitio tan bueno como cualquier otro. Un lugar que guarda una estrecha relación con las antípodas. Detención del tiempo, concentración del espacio. Me parece que este lugar refleja perfectamente la imagen de la historia. Los setos perfectamente podados, el protector solar que nos salva de la radiación ultravioleta, los supermercados atiborrados de productos que satisfacen todas nuestras necesidades... Y las aguas remansadas de este mar de color esmeralda.

A veces me pregunto dónde habrán ido a parar las olas.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Cruzando el Indo

El pescadero se equivocaba, por supuesto. La guerra no se hace 'con' alguien, sino 'contra' alguien. A veces contra nosotros mismos. Si miramos al pasado, a eso que el común de los mortales llama La Historia, entonces nos parece verlo todo más claro. Me refiero al asunto de la guerra. Un país contra otro, un aspirante al trono luchando contra su rival, una ideología contra otra. Y, por otra parte, el bien. El bien también posee sus anales. A cada guerra le corresponde su armisticio, ambas fechas separadas por unos años de distancia. Valores positivos y negativos que se compensan hasta dar esa suma cero. Pero la suma cero no consiste en ninguna pax aeternam. La suma cero es la indistinción del bien y del mal. A eso algunos lo llaman el fin de la historia. Hay quien echa de menos a esos personajes crueles o visionarios que sembraron los campos de cadáveres o que creían haber encontrado las claves del paraíso en la tierra. ¿Dónde fue a parar la épica?, se preguntan. Un género en desuso, la épica. La tranquilidad, la ausencia de grandes acontecimientos, el ocaso de los calígulas es nuestro caldo de cultivo. Las naturalezas heroicas han de buscar nuevos territorios que conquistar. Susan está convencida de que soy una especie de Alejandro Magno, un Alejandro Magno de la estética. Yo, más modesto, me defino a mí mismo como un coleccionista de ódradeks. Es mi singular manera de cruzar el Indo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Cosas con encanto

El par de hoyuelos en la espalda de una muchacha, justo encima de la braguita del bikini.

Una estrella fugaz que desaparece en el disco lechoso de la luna.

Las palabras al teléfono de Susan diciendo que vendrá en un par de días.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Cosas que generan una súbita sensación de tristeza

Cuando en una reunión familiar que reúne a abuelos, hijos y nietos, terminada la comida, mientras los comensales charlan afablemente, la abuela (a su vez anfitriona) se ausenta bajando la mirada para perderla durante algunos segundos entre los cubiertos todavía manchados de comida.

Una rosa a la que alguien tiñó de un color extravagante (azul, por ejemplo).

Un músico ambulante que interpreta a Bach ante una multitud de transeúntes que pasan de largo.

Que alguien te regale un souvenir de un lugar al que nunca has viajado.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Los muertos

Después, de camino a casa, se me viene a la cabeza la frase de William Holden al final de esa maravillosa película que es Sunset Bulevard: "qué extraño que a los muertos se nos trate con tanto cuidado". Naturalmente la frase la pronuncia un muerto, que es quien nos narra lo que acontece en la película. Parece extraño, una historia contada por un muerto. Algo con lo que, de nuevo, discrepo. Las historias siempre las cuentan los muertos. Cuando leemos un cuento o una novela no asistimos sino a la cesación de la persona que lo escribió. El autor vive en un estado de ausencia mientras escribe. En esos momentos el autor es lo más parecido a un muerto. Y el lector lo sabe, aunque no se dé cuenta. Sabe que lee lo que ha escrito un muerto, y eso lo prepara para su propia muerte. En realidad un libro es como una tumba. Basta abrirlo para escuchar la voz de los difuntos.

En casa, mientras la lubina se hace en el horno, he llamado a Susan, la mujer de la que estoy enamorado. Le digo que echo de menos sus caderas, sus hombros y la curvatura de su espalda. Susan, educada en el más estricto materialismo, aprecia en mis observaciones la prueba más evidente de mi amor por ella. En cierta ocasión le dije que adoraba su personalidad, tras lo cual estuvo una semana sin dirigirme la palabra.

Por cierto, la lubina estaba realmente exquisita.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Noticias de la guerra

En estos tiempos de paz... Ha empezado diciendo. De inmediato le he respondido que si sabía tan poco de la actualidad como para no darse cuenta de que estábamos en guerra. Ha dejado de limpiar la lubina y, apuntando con su enorme cuchillo al techo, me ha mirado con sorpresa. Con quién, ha sido la pregunta. Con quién estamos en guerra. Eso no es lo importante. En las guerras nunca importa el enemigo. El enemigo es una abstracción, una categoría simbólica. A veces ni siquiera existe. El pescadero parecía seguir sin comprender. De hecho, usted y yo, sin ni siquiera darnos cuenta, podríamos ser enemigos. Eso sí que no, se ha animado a pronunciar. No depende de nosotros, caballero. En este lugar quizás reine la paz en mayor medida que en otros lugares de nuestra patria o, mejor dicho, quizás se imponga un tanto menos la guerra, pero en cuanto uno se adentra un poco en la civilización, entonces apretamos el paso, nos movemos tan deprisa como un soldado en primera línea de batalla. Sabemos que somos el blanco de un enemigo invisible, aunque no queramos confesárnoslo. A mí, perdone, nadie me anda apuntando. Se equivoca, estimado pescadero, yo le apunto y usted, usted... Usted tiene ese cuchillo. En ese momento el pescadero ha mirado su cuchillo con auténtica extrañeza. Este cuchillo me sirve para ganarme la vida, ha reaccionado. ¿Cómo se la gana usted? Ha preguntado, haciendo que sus palabras sonasen como una auténtica amenaza. Y después, ante mi reiterado silencio, ¿cómo ha dicho que pensaba cocinarla?

viernes, 4 de septiembre de 2009

Un nuevo amanecer

Mi nombre... Bueno, en realidad me llamo Adolfo Domínguez. Sí señores, no es ninguna broma. Como el famoso diseñador de moda. Pero eso no es importante. Lo relevante es que no estoy solo. A lo largo de la historia ha habido muchos como yo, casi todos olvidados. Yo apenas soy capaz de recordar media docena de nombres que pudieran pertenecer a mi estirpe. El mundo, hay que reconocerlo, no estaba preparado para reconocerlos. O quizás eran ellos los que no estaban adaptados al mundo que les había tocado. Imaginen una especie delicada, al borde siempre de la extinción, pero que logra sobrevivir a pesar de todas las dificultades. El medio que la rodea es tan hostil que debe cuidar sus movimientos, sus apariciones, so pena de morir de inanición o ser depredada por las especies más fuertes y mejor adaptadas. Así ha sido la estirpe a la que pertenezco. Imaginen sin embargo que el medio exterior cambia, que por alguna razón tanto el clima como la temperatura empiezan a beneficiar a esa especie tan delicada y a disminuir las fuerzas y capacidades del resto. Entonces nosotros, los débiles, los inadaptados, podemos salir al fin a la luz de un sol (el de este mediodía, por ejemplo) que por primera vez nos parece reconfortante, convencidos de que ese mundo nuevo que se abre ante nosotros es el nuestro, el mundo que tanto habíamos esperado. Decidme entonces, mis semejantes, si no habríamos de celebrar este nuevo Génesis.

martes, 1 de septiembre de 2009

Aparente contradicción

Hoy he subido al faro. La ausencia de viento convierte el mar en un espejo, en un espejo que refleja el azul del cielo. Cerca de la línea del horizonte navega un barco. Pasan los minutos y el barco parece permanecer en el mismo sitio. Como si hubiese anclado en alta mar. A lo lejos se oyen los gritos de los niños bañándose en la playa. En este lugar, en este momento, alguien podría pensar que la realidad es así, insignificante, reacia al menor acontecimiento. Un juicio sin demasiado fundamento. Allá en el barco, en el bar o en el interior de un camarote la gente habla, trama planes, concibe un futuro. Me transporto a la cubierta de ese barco, probablemente de recreo. Me imagino reclinado en una de las tumbonas, cobijado bajo la sombrilla, escuchando las conversaciones de mis compañeros de viaje. En este caso dos hombres que parecen discutir acerca de un tercero y sobre cuyos vientres reposan sendos periódicos abiertos:

-Hay personas que funcionan con media docena de ideas preconcebidas. Que tienen la complejidad de un tamagochi.
-Todos funcionamos con ideas preconcebidas.
-De acuerdo. La diferencia es que yo tengo por lo menos cuatrocientas o quinientas. Y, en mi caso, muchas de ellas contradicen a las otras.

Mientras los hombres charlan, apenas a unos metros, varias parejas juegan al tenis en tanto que otros aprovechan para darse un remojón en la piscina de agua salada de la cubierta. La misma que ahora acaricia mansamente la roca del acantilado.

Sólo quien contempla el paisaje desde la lejanía es capaz de lucubrar la idea de quietud. Basta acercarse lo suficiente, escarbar bajo la hojarasca, para descubrir la agitación a veces convulsa sobre la que se sostiene la vida.

lunes, 31 de agosto de 2009

Una ecuación con infinitas soluciones

Norberto García es un videoartista. Se ha propuesto la tarea más difícil: captar una imagen de la muerte. Está convencido de que la muerte ocurre en un momento preciso que escapa a la vista del ser humano. Sólo algunos animales, como los perros y las lechuzas, son capaces de detectarla; y huyen o ladran cuando la ven. Norberto cree que el no poder ver a la muerte se debe a un defecto de nuestro sistema de visión, aunque quizás este defecto ayude a que el ser humano goce de una existencia más feliz que la de otros animales. De esto último no está seguro. La muerte sería como esa publicidad subliminal que se cuela entre dos fotogramas de una película, tan rápida que el ojo es incapaz de detectarla. Su método consiste en grabar el mayor número de imágenes por segundo, en dividir el instante en instantes cada vez más pequeños, de modo que uno de ellos coincida con ese acontecimiento todavía inaprensible. Norberto García apresta su cámara ante animales moribundos y graba de manera automática, esperando captar el momento fatal. Un día, sabiendo que a mi galápago le quedaban pocas horas de vida, vino a casa con su cámara y la dispuso frente a la pequeña piscina donde había transcurrido toda su vida. Apenas tardó unos minutos en morir. De inmediato Norberto puso en marcha la grabación. Naturalmente, resultaba difícil saber en qué momento el galápago había exhalado su último suspiro. Según me contó el propio Norberto, repasó uno a uno los fotogramas de la grabación. Las dos horas se convirtieron así en varias semanas. Sólo interrumpía la visión de aquellas imágenes para alimentarse y descansar un poco. Finalmente tuvo que reconocer su fracaso. La muerte, una vez más, se había colado por uno de aquellos intersticios, la levísima fracción de segundo que separaba una imagen de la siguiente. Una vez le pregunté a Norberto si imaginaba qué aspecto tendría la muerte, si creía que se parecería a un esqueleto armado con una guadaña y que si lo desconocía, entonces cómo podría reconocerla. Norberto me miró asombrado e incrédulo antes de responder que la imaginaba más bien como una figura geométrica o como una de esas extrañas ecuaciones que poseen infinitas soluciones.

sábado, 29 de agosto de 2009

Adolfo Domínguez

Recorro los cajones de la casa donde transcurren mis vacaciones en busca de unas sencillas pinzas para la ropa. Por las noches sopla un viento agradable que refresca la temperatura ambiente pero que acaba arrojando al suelo de la terraza las prendas del tendedero. Entre ellas, mi bañador de Adolfo Domínguez. Tropiezo en los cajones multitud de objetos inútiles y sorprendentes, objetos que no se corresponden con lo que uno esperaría encontrar en un apartamento vacacional: carnés de pesca, botellas vacías de alcohol, dados de juegos de mesa que parecen haber desaparecido... y un montón de bobinas de hilo, de diversos tamaños y colores. En uno de esos cajones encuentro algunos mapas. Los extiendo sobre la mesa del salón y los estudio con detenimiento. Se trata de mapas de la zona, donde aparece, a gran escala, la costa de Cabo de Palos, el lugar donde transcurren mis vacaciones. Leo los nombres de las calas, incrustados en la dentada línea de costa: Cala Túnez, Cala Flores, Cala Reona... Tomo uno de ellos y me dirijo con él en la mano hacia el cuarto de baño. Con el mapa extendido entre mis manos comparo los perfiles de la zona con los del desconchado del techo. Extrañamente, la zona donde se yergue el faro coincide con la de cierta región del noroeste australiano. Me tomo el tiempo necesario para contrastar las anfractuosidades, calibrando el mínimo detalle, hasta confirmar que las dos zonas de costa se parecen como los dos calcos de una misma imagen.



Durante un instante llego a pensar en la posibilidad de que Cabo de Palos no sea sino una parte del continente australiano. Me asomo al balcón de la terraza y miro hacia el mar, hacia las casas de la urbanización, separadas entre sí por pequeños muros de brezo. Por la calle camina una familia, en dirección a la playa. Uno de los niños, tan rubio que podría pasar por un diminuto anciano canoso, camina abrazado a un flotador con forma de canguro. Alza la mirada y yo agito la mano, a modo de saludo.

Acerca de la naturaleza de los ódradeks

Quizás haya quien se pregunte si el ódradek es único, si puede haber dos ódradeks iguales. A eso responderé que no puede haber un ódradek igual a otro ódradek. Y diré aún más. La diferencia entre dos objetos idénticos es ella misma un ódradek. Tomen, por ejemplo, dos paraguas o dos estatuillas iguales. Basta con aguzar la lupa de nuestros sentidos, acercarse al lugar donde la percepción se muda en sensibilidad, para darnos cuenta de alguna sutil diferencia. Esa diferencia, repito, es un ódradek. Entre los ódradeks sólo puede establecerse una relación de semejanza, de analogía. Un cazador de ódradeks (como es mi caso) es lo más parecido a un poeta, un poeta que no necesita escribir una sola palabra porque el texto con el que trabaja (un texto, por cierto, absurdo y carente de sentido) es sencillamente la vida.

jueves, 27 de agosto de 2009

Australia

Hoy, en el apartamento en el que paso estos días de vacaciones, he descubierto uno de estos ódradeks. Reparé en él mientras me secaba el cabello con la toalla. Es un ódradek de tamaño considerable. Se trata de un desconchado en el techo, justo encima de la bañera. Un desconchado cuyos perfiles recuerdan sorprendentemente a los de Australia. Resulta extraño pensar que todo un continente pueda flotar sobre nosotros, a unos centímetros de nuestras cabezas, cuando nos damos una sencilla ducha. Aunque en realidad hace tiempo que los ódradeks han dejado de sorprenderme (del mismo modo que dejó de sorprenderme el carácter bípedo del ser humano o el color rojo de un Ferrari). Sencillamente porque la naturaleza y la esencia del ódradek es la maravilla.

Fiat ódradek

Antes de que nadie se lo pregunte (algo que acabará ocurriendo, más tarde o más temprano) diré que los ódradeks son objetos únicos, no catalogados, sin un uso definido. Pueden resultar a veces inaccesibles. Así ocurre con el perfil de una montaña, cierta disposición estelar o la manera que tiene de posarse una tórtola en la rama de un árbol. Aunque la mayoría de las veces suelen estar al alcance de la mano. Un acúmulo de polvo, la curvatura de algunos cuerpos, el ángulo de inclinación de un toldo... Hay quien piensa que a estas alturas de la historia todo está descubierto, que no queda ninguna parcela de la realidad por explorar. Una opinión legítima, pero de la que me permito discrepar. El número de ódradeks no sólo es infinito, sino de un tipo de infinito que dista de ser numerable. Es la diferencia entre un sembrado de árboles cuya madera se quiere aprovechar, y la selva, una selva tan espesa que responde con la hilaridad de sus traviesas criaturas cada vez que usamos nuestro machete con la intención de abrirnos paso a través de ella. Aproximarse a un ódradek proporciona una emoción cercana, supongo, a la del que descubre una especie no catalogada.

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