lunes, 31 de agosto de 2009

Una ecuación con infinitas soluciones

Norberto García es un videoartista. Se ha propuesto la tarea más difícil: captar una imagen de la muerte. Está convencido de que la muerte ocurre en un momento preciso que escapa a la vista del ser humano. Sólo algunos animales, como los perros y las lechuzas, son capaces de detectarla; y huyen o ladran cuando la ven. Norberto cree que el no poder ver a la muerte se debe a un defecto de nuestro sistema de visión, aunque quizás este defecto ayude a que el ser humano goce de una existencia más feliz que la de otros animales. De esto último no está seguro. La muerte sería como esa publicidad subliminal que se cuela entre dos fotogramas de una película, tan rápida que el ojo es incapaz de detectarla. Su método consiste en grabar el mayor número de imágenes por segundo, en dividir el instante en instantes cada vez más pequeños, de modo que uno de ellos coincida con ese acontecimiento todavía inaprensible. Norberto García apresta su cámara ante animales moribundos y graba de manera automática, esperando captar el momento fatal. Un día, sabiendo que a mi galápago le quedaban pocas horas de vida, vino a casa con su cámara y la dispuso frente a la pequeña piscina donde había transcurrido toda su vida. Apenas tardó unos minutos en morir. De inmediato Norberto puso en marcha la grabación. Naturalmente, resultaba difícil saber en qué momento el galápago había exhalado su último suspiro. Según me contó el propio Norberto, repasó uno a uno los fotogramas de la grabación. Las dos horas se convirtieron así en varias semanas. Sólo interrumpía la visión de aquellas imágenes para alimentarse y descansar un poco. Finalmente tuvo que reconocer su fracaso. La muerte, una vez más, se había colado por uno de aquellos intersticios, la levísima fracción de segundo que separaba una imagen de la siguiente. Una vez le pregunté a Norberto si imaginaba qué aspecto tendría la muerte, si creía que se parecería a un esqueleto armado con una guadaña y que si lo desconocía, entonces cómo podría reconocerla. Norberto me miró asombrado e incrédulo antes de responder que la imaginaba más bien como una figura geométrica o como una de esas extrañas ecuaciones que poseen infinitas soluciones.

sábado, 29 de agosto de 2009

Adolfo Domínguez

Recorro los cajones de la casa donde transcurren mis vacaciones en busca de unas sencillas pinzas para la ropa. Por las noches sopla un viento agradable que refresca la temperatura ambiente pero que acaba arrojando al suelo de la terraza las prendas del tendedero. Entre ellas, mi bañador de Adolfo Domínguez. Tropiezo en los cajones multitud de objetos inútiles y sorprendentes, objetos que no se corresponden con lo que uno esperaría encontrar en un apartamento vacacional: carnés de pesca, botellas vacías de alcohol, dados de juegos de mesa que parecen haber desaparecido... y un montón de bobinas de hilo, de diversos tamaños y colores. En uno de esos cajones encuentro algunos mapas. Los extiendo sobre la mesa del salón y los estudio con detenimiento. Se trata de mapas de la zona, donde aparece, a gran escala, la costa de Cabo de Palos, el lugar donde transcurren mis vacaciones. Leo los nombres de las calas, incrustados en la dentada línea de costa: Cala Túnez, Cala Flores, Cala Reona... Tomo uno de ellos y me dirijo con él en la mano hacia el cuarto de baño. Con el mapa extendido entre mis manos comparo los perfiles de la zona con los del desconchado del techo. Extrañamente, la zona donde se yergue el faro coincide con la de cierta región del noroeste australiano. Me tomo el tiempo necesario para contrastar las anfractuosidades, calibrando el mínimo detalle, hasta confirmar que las dos zonas de costa se parecen como los dos calcos de una misma imagen.



Durante un instante llego a pensar en la posibilidad de que Cabo de Palos no sea sino una parte del continente australiano. Me asomo al balcón de la terraza y miro hacia el mar, hacia las casas de la urbanización, separadas entre sí por pequeños muros de brezo. Por la calle camina una familia, en dirección a la playa. Uno de los niños, tan rubio que podría pasar por un diminuto anciano canoso, camina abrazado a un flotador con forma de canguro. Alza la mirada y yo agito la mano, a modo de saludo.

Acerca de la naturaleza de los ódradeks

Quizás haya quien se pregunte si el ódradek es único, si puede haber dos ódradeks iguales. A eso responderé que no puede haber un ódradek igual a otro ódradek. Y diré aún más. La diferencia entre dos objetos idénticos es ella misma un ódradek. Tomen, por ejemplo, dos paraguas o dos estatuillas iguales. Basta con aguzar la lupa de nuestros sentidos, acercarse al lugar donde la percepción se muda en sensibilidad, para darnos cuenta de alguna sutil diferencia. Esa diferencia, repito, es un ódradek. Entre los ódradeks sólo puede establecerse una relación de semejanza, de analogía. Un cazador de ódradeks (como es mi caso) es lo más parecido a un poeta, un poeta que no necesita escribir una sola palabra porque el texto con el que trabaja (un texto, por cierto, absurdo y carente de sentido) es sencillamente la vida.

jueves, 27 de agosto de 2009

Australia

Hoy, en el apartamento en el que paso estos días de vacaciones, he descubierto uno de estos ódradeks. Reparé en él mientras me secaba el cabello con la toalla. Es un ódradek de tamaño considerable. Se trata de un desconchado en el techo, justo encima de la bañera. Un desconchado cuyos perfiles recuerdan sorprendentemente a los de Australia. Resulta extraño pensar que todo un continente pueda flotar sobre nosotros, a unos centímetros de nuestras cabezas, cuando nos damos una sencilla ducha. Aunque en realidad hace tiempo que los ódradeks han dejado de sorprenderme (del mismo modo que dejó de sorprenderme el carácter bípedo del ser humano o el color rojo de un Ferrari). Sencillamente porque la naturaleza y la esencia del ódradek es la maravilla.

Fiat ódradek

Antes de que nadie se lo pregunte (algo que acabará ocurriendo, más tarde o más temprano) diré que los ódradeks son objetos únicos, no catalogados, sin un uso definido. Pueden resultar a veces inaccesibles. Así ocurre con el perfil de una montaña, cierta disposición estelar o la manera que tiene de posarse una tórtola en la rama de un árbol. Aunque la mayoría de las veces suelen estar al alcance de la mano. Un acúmulo de polvo, la curvatura de algunos cuerpos, el ángulo de inclinación de un toldo... Hay quien piensa que a estas alturas de la historia todo está descubierto, que no queda ninguna parcela de la realidad por explorar. Una opinión legítima, pero de la que me permito discrepar. El número de ódradeks no sólo es infinito, sino de un tipo de infinito que dista de ser numerable. Es la diferencia entre un sembrado de árboles cuya madera se quiere aprovechar, y la selva, una selva tan espesa que responde con la hilaridad de sus traviesas criaturas cada vez que usamos nuestro machete con la intención de abrirnos paso a través de ella. Aproximarse a un ódradek proporciona una emoción cercana, supongo, a la del que descubre una especie no catalogada.

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