miércoles, 30 de septiembre de 2009

Dos caminos concurrentes

Sólo existen dos lenguajes realmente autónomos, el de las matemáticas y el de la pornografía. Todos los demás están relacionados con la sociedad, con la historia, con la política con el arte... El sexo y la lógica tienen que ver tan sólo con la evidencia, con la desnudez respectiva de los cuerpos y las conciencias. Ambos poseen una mecánica sencilla cuyo resultado último es el estupor. El sexo se funda en una serie de axiomas a partir de los cuales se desencadena la lógica de los cuerpos. El quod erat demostrandum que culmina una prueba matemática es el perfecto equivalente del orgasmo. No existe nada más alejado de un periódico abierto sobre la mesa que un cuerpo desnudo sobre la cama o un teorema matemático. La lógica y el sexo resultan así de lo menos mundano, constituyen una especie de ascesis de la realidad. El matemático y el pornógrafo no hacen cuentas con lo cotidiano. Se diría que viven fuera del tiempo.

En Cabo de Palos, la realidad está tan adelgazada que parecería que sólo deja al visitante dos caminos posibles: el del sexo y el de la lógica.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Ausencia de olas

La historia, quizás, no se ha acabado, sino que sencillamente ha decidido marcharse de vacaciones. Aquí, por ejemplo, a Cabo de Palos. Un sitio tan bueno como cualquier otro. Un lugar que guarda una estrecha relación con las antípodas. Detención del tiempo, concentración del espacio. Me parece que este lugar refleja perfectamente la imagen de la historia. Los setos perfectamente podados, el protector solar que nos salva de la radiación ultravioleta, los supermercados atiborrados de productos que satisfacen todas nuestras necesidades... Y las aguas remansadas de este mar de color esmeralda.

A veces me pregunto dónde habrán ido a parar las olas.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Cruzando el Indo

El pescadero se equivocaba, por supuesto. La guerra no se hace 'con' alguien, sino 'contra' alguien. A veces contra nosotros mismos. Si miramos al pasado, a eso que el común de los mortales llama La Historia, entonces nos parece verlo todo más claro. Me refiero al asunto de la guerra. Un país contra otro, un aspirante al trono luchando contra su rival, una ideología contra otra. Y, por otra parte, el bien. El bien también posee sus anales. A cada guerra le corresponde su armisticio, ambas fechas separadas por unos años de distancia. Valores positivos y negativos que se compensan hasta dar esa suma cero. Pero la suma cero no consiste en ninguna pax aeternam. La suma cero es la indistinción del bien y del mal. A eso algunos lo llaman el fin de la historia. Hay quien echa de menos a esos personajes crueles o visionarios que sembraron los campos de cadáveres o que creían haber encontrado las claves del paraíso en la tierra. ¿Dónde fue a parar la épica?, se preguntan. Un género en desuso, la épica. La tranquilidad, la ausencia de grandes acontecimientos, el ocaso de los calígulas es nuestro caldo de cultivo. Las naturalezas heroicas han de buscar nuevos territorios que conquistar. Susan está convencida de que soy una especie de Alejandro Magno, un Alejandro Magno de la estética. Yo, más modesto, me defino a mí mismo como un coleccionista de ódradeks. Es mi singular manera de cruzar el Indo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Cosas con encanto

El par de hoyuelos en la espalda de una muchacha, justo encima de la braguita del bikini.

Una estrella fugaz que desaparece en el disco lechoso de la luna.

Las palabras al teléfono de Susan diciendo que vendrá en un par de días.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Cosas que generan una súbita sensación de tristeza

Cuando en una reunión familiar que reúne a abuelos, hijos y nietos, terminada la comida, mientras los comensales charlan afablemente, la abuela (a su vez anfitriona) se ausenta bajando la mirada para perderla durante algunos segundos entre los cubiertos todavía manchados de comida.

Una rosa a la que alguien tiñó de un color extravagante (azul, por ejemplo).

Un músico ambulante que interpreta a Bach ante una multitud de transeúntes que pasan de largo.

Que alguien te regale un souvenir de un lugar al que nunca has viajado.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Los muertos

Después, de camino a casa, se me viene a la cabeza la frase de William Holden al final de esa maravillosa película que es Sunset Bulevard: "qué extraño que a los muertos se nos trate con tanto cuidado". Naturalmente la frase la pronuncia un muerto, que es quien nos narra lo que acontece en la película. Parece extraño, una historia contada por un muerto. Algo con lo que, de nuevo, discrepo. Las historias siempre las cuentan los muertos. Cuando leemos un cuento o una novela no asistimos sino a la cesación de la persona que lo escribió. El autor vive en un estado de ausencia mientras escribe. En esos momentos el autor es lo más parecido a un muerto. Y el lector lo sabe, aunque no se dé cuenta. Sabe que lee lo que ha escrito un muerto, y eso lo prepara para su propia muerte. En realidad un libro es como una tumba. Basta abrirlo para escuchar la voz de los difuntos.

En casa, mientras la lubina se hace en el horno, he llamado a Susan, la mujer de la que estoy enamorado. Le digo que echo de menos sus caderas, sus hombros y la curvatura de su espalda. Susan, educada en el más estricto materialismo, aprecia en mis observaciones la prueba más evidente de mi amor por ella. En cierta ocasión le dije que adoraba su personalidad, tras lo cual estuvo una semana sin dirigirme la palabra.

Por cierto, la lubina estaba realmente exquisita.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Noticias de la guerra

En estos tiempos de paz... Ha empezado diciendo. De inmediato le he respondido que si sabía tan poco de la actualidad como para no darse cuenta de que estábamos en guerra. Ha dejado de limpiar la lubina y, apuntando con su enorme cuchillo al techo, me ha mirado con sorpresa. Con quién, ha sido la pregunta. Con quién estamos en guerra. Eso no es lo importante. En las guerras nunca importa el enemigo. El enemigo es una abstracción, una categoría simbólica. A veces ni siquiera existe. El pescadero parecía seguir sin comprender. De hecho, usted y yo, sin ni siquiera darnos cuenta, podríamos ser enemigos. Eso sí que no, se ha animado a pronunciar. No depende de nosotros, caballero. En este lugar quizás reine la paz en mayor medida que en otros lugares de nuestra patria o, mejor dicho, quizás se imponga un tanto menos la guerra, pero en cuanto uno se adentra un poco en la civilización, entonces apretamos el paso, nos movemos tan deprisa como un soldado en primera línea de batalla. Sabemos que somos el blanco de un enemigo invisible, aunque no queramos confesárnoslo. A mí, perdone, nadie me anda apuntando. Se equivoca, estimado pescadero, yo le apunto y usted, usted... Usted tiene ese cuchillo. En ese momento el pescadero ha mirado su cuchillo con auténtica extrañeza. Este cuchillo me sirve para ganarme la vida, ha reaccionado. ¿Cómo se la gana usted? Ha preguntado, haciendo que sus palabras sonasen como una auténtica amenaza. Y después, ante mi reiterado silencio, ¿cómo ha dicho que pensaba cocinarla?

viernes, 4 de septiembre de 2009

Un nuevo amanecer

Mi nombre... Bueno, en realidad me llamo Adolfo Domínguez. Sí señores, no es ninguna broma. Como el famoso diseñador de moda. Pero eso no es importante. Lo relevante es que no estoy solo. A lo largo de la historia ha habido muchos como yo, casi todos olvidados. Yo apenas soy capaz de recordar media docena de nombres que pudieran pertenecer a mi estirpe. El mundo, hay que reconocerlo, no estaba preparado para reconocerlos. O quizás eran ellos los que no estaban adaptados al mundo que les había tocado. Imaginen una especie delicada, al borde siempre de la extinción, pero que logra sobrevivir a pesar de todas las dificultades. El medio que la rodea es tan hostil que debe cuidar sus movimientos, sus apariciones, so pena de morir de inanición o ser depredada por las especies más fuertes y mejor adaptadas. Así ha sido la estirpe a la que pertenezco. Imaginen sin embargo que el medio exterior cambia, que por alguna razón tanto el clima como la temperatura empiezan a beneficiar a esa especie tan delicada y a disminuir las fuerzas y capacidades del resto. Entonces nosotros, los débiles, los inadaptados, podemos salir al fin a la luz de un sol (el de este mediodía, por ejemplo) que por primera vez nos parece reconfortante, convencidos de que ese mundo nuevo que se abre ante nosotros es el nuestro, el mundo que tanto habíamos esperado. Decidme entonces, mis semejantes, si no habríamos de celebrar este nuevo Génesis.

martes, 1 de septiembre de 2009

Aparente contradicción

Hoy he subido al faro. La ausencia de viento convierte el mar en un espejo, en un espejo que refleja el azul del cielo. Cerca de la línea del horizonte navega un barco. Pasan los minutos y el barco parece permanecer en el mismo sitio. Como si hubiese anclado en alta mar. A lo lejos se oyen los gritos de los niños bañándose en la playa. En este lugar, en este momento, alguien podría pensar que la realidad es así, insignificante, reacia al menor acontecimiento. Un juicio sin demasiado fundamento. Allá en el barco, en el bar o en el interior de un camarote la gente habla, trama planes, concibe un futuro. Me transporto a la cubierta de ese barco, probablemente de recreo. Me imagino reclinado en una de las tumbonas, cobijado bajo la sombrilla, escuchando las conversaciones de mis compañeros de viaje. En este caso dos hombres que parecen discutir acerca de un tercero y sobre cuyos vientres reposan sendos periódicos abiertos:

-Hay personas que funcionan con media docena de ideas preconcebidas. Que tienen la complejidad de un tamagochi.
-Todos funcionamos con ideas preconcebidas.
-De acuerdo. La diferencia es que yo tengo por lo menos cuatrocientas o quinientas. Y, en mi caso, muchas de ellas contradicen a las otras.

Mientras los hombres charlan, apenas a unos metros, varias parejas juegan al tenis en tanto que otros aprovechan para darse un remojón en la piscina de agua salada de la cubierta. La misma que ahora acaricia mansamente la roca del acantilado.

Sólo quien contempla el paisaje desde la lejanía es capaz de lucubrar la idea de quietud. Basta acercarse lo suficiente, escarbar bajo la hojarasca, para descubrir la agitación a veces convulsa sobre la que se sostiene la vida.

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