lunes, 30 de noviembre de 2009

Factor 40

El calor es a veces insoportable. Apocalíptico, podría decirse. A veces pueblan el cielo bandadas de aves, camino de no sé dónde. Vuelan en formación, dibujando una flecha sobre el azul del cielo, marcando una dirección, como si con ello pretendieran convencer a los que las observamos desde tierra que la vida tiene un sentido preciso. El agua, sin embargo, me dice Susan, sigue estando fría. Estamos en pleno mes de julio, pero la temperatura del agua no se corresponde exactamente con la que uno esperaría encontrar. El agua tiene un ritmo distinto al de la tierra o el cielo. Los relojes que marcan el tiempo del mundo no funcionan al unísono. Nadie los sincronizó. A pesar del calor, a veces una simple racha de viento da a entender que la primavera no se marchó del todo. O que el otoño anda agazapado a la espera de imponer su dominio. Deduzco entonces que no existe el verano, como tampoco existe el tiempo. El verano es una abstracción de la que uno tiene que protegerse usando crema solar (factor 40, siendo precisos).

Por la tarde, en la playa, mientras Susan se da un baño y yo la contemplo de pie sobre la arena, calzado con mis zapatillas de funambulista, una escuadrilla de aviones hiende el cielo con sus motores a reacción. Es la Patrulla Águila. Aprovechan la calma de la estación para ejercitarse con sus acrobacias en el aire. Hoy ensayan la formación en punta de flecha. Algo similar a lo que había visto por la mañana. A diferencia de lo que ocurre con las aves, la flecha no apunta en una única dirección. La flecha de la Patrulla Águila cambia continuamente de dirección a velocidad supersónica. Como una banda de pájaros desorientados, sin saber muy bien qué camino elegir.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Un leve picor

Por la noche, tumbado en la cama junto a Susan, con leve insomnio. Suele ocurrirme en vacaciones, cuando el nivel de estrés se rebaja y el ejercicio físico del día no ha logrado agotarme. Susan duerme apaciblemente al otro lado de la cama. Empiezo a sentir un leve picor en la mejilla, lo que yo llamaría un ódradek sensorial. Centro toda mi atención en esa minúscula porción de mi mejilla, lo cual tiene el efecto de que sienta cómo crece el picor. En la quietud de la noche, aletargado el resto de sentidos, me doy cuenta de que ese picor infinitesimal es lo único que me mantiene atado al universo. Imagino que ahí, sobre la mejilla, acaba de posarse una partícula de polvo capaz de irritar mi piel, o que un acúmulo de sangre pugna por atravesar un capilar estrecho. Pienso en las Termópilas. Y en un Leónidas oculto en mi sistema cardiovascular. Quizás se trate sólo de una estrategia corporal para no dejarme caer en la inconsciencia del sueño. El picor me reclama. Bastaría con llevar la mano a la mejilla y frotar la zona. Entonces desaparecería el picor. O no, tal vez iría en aumento, como ocurre con las picaduras de los mosquitos, que exacerban su comezón si se las rasca. Además, Susan tiene un sueño en extremo delicado. Podría despertarla si muevo el brazo desde la sábana hasta mi mejilla. Pero lo cierto es que el picor va en aumento. Si sigue así no podré dormir y entonces mañana, al despertar, Susan me encontrará agotado sobre las sábanas. Sufriríamos, al menos durante veinticuatro horas, la inconveniencia de nuestros biorritmos desacompasados. Decido entonces llevar mi mano izquierda (la que queda más alejada del cuerpo de Susan) a la mejilla. La rozo apenas. Y el picor desaparece. Susan se gira.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Una sustancia plástica

¿Puedes explicarme cómo lo has hecho? Nada más sencillo, Sulei Zhen (a veces, cuando me pongo pretencioso, la llamo por su verdadero nombre). Un buen interrogador ha de ser capaz de descubrir cuándo miente un testigo. Por mucha imaginación que tenga, y este era uno de esos casos, llega un momento en que se descubre el pastel. Hay que indagar en los detalles. La verdad está en los detalles. Los detalles son el grano fino de la realidad. Y el que busca la verdad debe disponer de una buena lente de aumento. La realidad posee un carácter continuo. Cada instante puede ampliarse. La verdad, amada mía, es de plastilina. La ficción, sin embargo, es discreta, discontinua. Por mucha literatura que usen los escritores, por muchas bibliotecas que construyamos para contener sus libros, jamás podrán agotar 'lo real' agazapado en un solo instante. El falso testigo narra, Susan, la realidad acontece. Eso me recuerda la paradoja de Zenón, ha dicho Susan. A la razón le resulta imposible demostrar que Aquiles acabe atrapando a la tortuga. Y sin embargo ocurre. Exactamente, Susan. Lo cual solo demuestra que la razón miente. Pero... ¿En qué momento supiste que mentía? Cuando dijo que su madre lo castigaba sin salir si no se comía su plato. Susan me ha deleitado con uno de esos rostros que son como un par de guiones de acotación -sus cejas- rellenos de puntos suspensivos. He pasado por esta plaza todos los días de la semana. Ninguno de ellos ha faltado este muchacho.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El método

Mientras tomábamos una cerveza en una terraza de la plaza del pueblo, me he propuesto mostrar a Susan uno de mis recientes descubrimientos. He hecho acudir a un muchacho que parecía aburrido, sentado en un poyete, lanzando guijarros a una lata de refrescos. El muchacho se ha acercado con curiosidad. Le he dicho que éramos un par de periodistas realizando un estudio (lo más acertado habría sido hacerse pasar por psicólogos, pero mi experiencia me dicta que los chicos de hoy en día rehúyen de los representantes de ese oficio como otras generaciones abominaban de los portadores de sotanas. Al fin y al cabo ambos se proponen un mismo objetivo: la pulcritud de nuestras conciencias, listas para el pase de revista de un dios o del estado). El muchacho, encantado, se ha ofrecido como conejillo de indias para nuestro experimento. Le he pedido entonces que enunciara con una frase un hecho, no necesariamente verídico. Tras meditarlo unos instantes el chico ha dicho que hoy había comido bajocas. ¿Bajocas?, he preguntado. Bajocas, ha repetido. ¿Qué es eso? El muchacho me ha mirado extrañado. Tras dilatadas explicaciones, he creído entender que se trataba de una especie de judía verde de aspecto cilíndrico. He dado su respuesta por válida. Era un principio. Le he preguntado el tamaño medio de la bajoca. El muchacho ha abierto los dedos índice y pulgar como si fuesen los brazos de un compás. De acuerdo. Después he indagado por el sabor de la bajoca. Como el de una judía, pero mejor, ha respondido. ¿Con qué iban acompañadas? Con tomate, se comen con tomate. Nada que objetar. En absoluto. ¿Cuándo las comiste la última vez? El muchacho ha puesto cara de hacer memoria. No sé, creo que una semana. Era posible, naturalmente. ¿Y tu madre? ¿Mi madre? Ha puesto cara de asombro. ¿A tu madre le gustan las bajocas? Sí, bastante. Tienen que gustarle mucho, para que las haga tan frecuentemente. Es la época. Y a ti, ¿te gustan? No demasiado, la verdad. Pero te las comes. Ha asentido con la cabeza. Te obliga tu madre. Ha repetido el gesto. Si no, te castiga. Desde luego, me deja castigado toda la tarde sin salir, si no me como lo que me pone en el plato. ¿Y la última vez, te las comiste? No, no las comí. Lo miré de nuevo. Me pareció portentoso. Un ejercicio magistral de simulación. Muchacho, le dije, sin duda llegarás muy lejos en la vida. Pero estoy seguro de que mientes. El chico ha abierto desmesuradamente los ojos. Yo había introducido mi mano en el bolsillo para recompensarlo por su actuación. Sin embargo, después de escuchar la rotundidad de mis palabras, imaginando tal vez un castigo o algo peor (una charla, quizás, sobre la necesidad de decir la verdad para lograr la confianza de los semejantes y purgar con un mea culpa aquel pequeño acto de egoísmo, seguido de un refuerzo positivo en forma de helado o efervescente refresco), el chico ha echado a correr como una centella hasta desaparecer de la plaza. Entonces me he girado hacia Susan, que me miraba estupefacta. ¿Ves?, le he dicho, mi método resulta del todo infalible.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Hiperdelirio

Con Susan ha llegado también internet. Susan es usuaria de una de esas conexiones USB que te permiten conectarte en cualquier lugar donde llegue la red telefónica. Susan y yo practicamos un hobby a través de la red. Consiste en lo que llamamos el 'hiperdelirio'. El delirio es un estado mental en el que el cerebro realiza asociaciones en principio carentes de toda lógica. El hiperdelirio consiste en algo semejante, pero a través de la red. La red es un dispositivo de memoria externo al cual podemos conectarnos en cualquier momento. Y conocer cosas que no sabíamos que sabemos, porque ese cerebro externo ya nos pertenece, siempre que paguemos la cuota de conexión. Nos encanta empezar visitando una página de cocina y acabar, por ejemplo, en un portal pornográfico, pasando por la predicción meteorológica o el cultivo de la caña en regiones tropicales. El hiperdelirio es una deriva mental para la que todavía nadie se ha planteado la cura. Ni falta que hace. Es como asomarse a la conciencia de un poeta capaz de metáforas imprevisibles, de un poeta dadaísta. Hoy, por ejemplo, he fotografiado el código de IKEA de la escobilla que sirve para enjabonar los platos.



Luego he buscado la IP que se correspondía con dicho código. He ido a parar a algún lugar de Estados Unidos, muy cerca de una ciudad llamada El Dorado.



Más tarde he convertido el código en coordenadas terrestres y, tras introducirlas en Google Earth, he ido a parar a un rincón cercano a los Himalayas, un lugar cubierto de plantaciones de té.



Susan, sentada frente a la pantalla del ordenador, tomaba en ese momento un té indio en una taza que unos minutos antes había enjabonado con la escobilla de IKEA. Hemos concluido que la realidad esconde casi siempre un doble fondo surreal, que lo que llamamos realidad no es sino el olvido de un cúmulo de circunstancias surrealistas. Y que tirar de la cadena, por ejemplo, puede resultar algo maravilloso.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La incógnita

Los historiadores no se ponen de acuerdo acerca de cuál fue el auténtico motivo del naufragio del Sirio. Sospechan que hubo un error humano, pero no saben exactamente cuál. No saben que mi bisabuelo estaba absorto en aquel momento en la lectura de una novela, la traducción al italiano de una novela de un autor español cuya literatura empezaba a atravesar fronteras: Benito Pérez Galdós. La novela se titutalaba "La incógnita", y había tenido obsesionado a mi bisabuelo desde que el barco partiese de puerto de Génova. Dejaba a cargo del timón al sobrecargo para recluirse en el camarote. Allí abría el libro, se zambullía en sus páginas, que golpeaban una a una en su conciencia como las olas sobre el casco en apariencia sólido del barco. En La incógnita ocurren pocas cosas. En realidad es una obra banal. El protagonista nos habla a través de una serie de cartas de un amor no correspondido, de la muerte de un amigo. El narrador no entiende porqué es rechazado por la mujer, no sabe si su amigo fue asesinado o acaso se suicidó. En la incógnita aparecen frases como:

...y qué monotonía desesperante en la vida toda; qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas, para matar lo desconocido, lo desconocido, Manolo de mis entrañas, lo desconocido, que es la alegría de las almas, la sal de la existencia!

Frases que sonaban enigmáticas en los oídos de mi bisabuelo, y que al mismo tiempo le hablaban directamente a alguna parte de sí mismo que no sabía ubicar con certeza. Mi bisabuelo no entendía cómo podía construirse una trama sobre la nada. Le maravillaba que el interlocutor del personaje se llamara Equis. Se imaginaba que él era el señor Equis al que iban destinadas aquellas cartas. A mi bisabuelo, por primera vez en su vida, le gustaba sentirse como una incógnita. Se encontraba leyendo en su camarote cuando se produjo el choque. El sobrecargo era inexperto y no interpretó bien la carta de navegación. Se produjo el naufragio. Mi bisabuelo siempre culpó del accidente a La incógnita. La culpa del naufragio del Sirio la tiene Pérez Galdós, bromeaba en las reuniones familiares. Mi bisabuelo estaba convencido de que aquella novela era en sí misma un naufragio, el naufragio de las expectativas de un lector, el naufragio de la secular ansia humana por comprender el mundo.

domingo, 8 de noviembre de 2009

La alegría de los naufragios

Porque el lenguaje no es la llave que abre el tesoro del mundo. La llave, en este caso, es el tesoro. El mundo es sólo el terreno de batalla, el tablero de juego, un compendio de escaques sobre el que se ejercitan las palabras. El objeto es rendir al enemigo, acorralarlo poco a poco, inutilizar sus peones sustantivos y sus alfiles adverbios. Hasta el jaque mate.

El lenguaje no descubre el mundo. El lenguaje lo crea, dejando un terreno sembrado de cadáveres. O eso parece. Porque si nos acercamos vemos que lo que creíamos cadáveres no son sino las pieles de muda del mundo. Sí, creíamos que habíamos acabado con las cosas, que las habíamos dispuesto sobre el anaquel, perfectamente catalogadas. Pero en realidad las cosas se habían mudado a alguna otra parte, dejándonos un vestigio, una carcasa vacía, un simulacro de muerte.

Susan, siempre tan intuitiva, se ha detenido, con la sombrilla cerrada en la mano, y ha auscultado el paisaje durante algunos segundos. Después, mirándome a los ojos, ha pronunciado la frase: aquí huele a destrucción.

Efectivamente, el 4 de agosto de 1906 el barco italiano Sirio encalló en los bajíos que se extienden desde Cabo de Palos hasta las Islas Hormigas. El barco, que había salido algunos días antes del puerto de Génova, transportaba a un gran número de inmigrantes, camino de Argentina, Brasil y Uruguay. En el naufragio murieron más de doscientas personas. Varias estelas recuerdan la memoria de los fallecidos y la heroicidad de los pescadores de la zona, que lograron salvar a la mayoría de los náufragos. Observando el mar en calma que se extiende desde el Cabo hasta las Islas Hormigas resulta difícil imaginar la catástrofe.

Yo, Adolfo Domínguez, soy el biznieto de aquel capitán de barco. Como mi bisabuelo, he venido aquí a naufragar. En el muchacho que se arroja al mar desde una roca se percibe la alegría del naufragio. Y es que el naufragio oculta una secreta alegría. Se dice que los labios de los ahogados se curvan en una sonrisa. Una sonrisa que se debe parecer también a la de la Mona Lisa.

martes, 3 de noviembre de 2009

Un pixelado demasiado fino

De regreso a casa, antes de descender hacia Cala Reona, Susan y yo hemos tropezado a un grupo de excursionistas. El conjunto estaba formado por dos chicas y un chico. Ellas llevaban vestidos ibicencos y esparteñas de plataforma, mientras que él lucía un pantalón ancho de lino y un bigotito a lo Errol Flynn. No parecía la vestimenta más adecuada para un excursión como aquella. Una de las chicas se separó del resto del grupo y nos preguntó por la dirección hacia Cabo de Palos. Su voz y su mirada denotaban una frivolidad exasperante. De inmediato nos dimos cuenta de que no se trataba de una broma, sino que la voluntad de aquel grupo era el reconocimiento de un lugar del que habían oído hablar tan sólo a través de una guía turística. El frívolo sólo puede mostrar desconcierto y confusión ante el pixelado finísimo de la realidad. Yo señalé hacia la cumbre del monte, allá donde los pasos conducían tierra adentro. Se despidieron agradecidos. La broma divirtió mucho a Susan. Yo le dije que en el fondo no se trataba de ningún engaño. Puesto que Cabo de Palos podía ser el mundo, el mundo podía perfectamente ser Cabo de Palos. De modo que cualquier dirección era buena si uno quería encontrarlo.

A la vuelta he abierto el ordenador y he ampliado la imagen de Susan, la de su sonrisa.





He hecho varias ampliaciones sucesivas. Una vez más, compruebo que el método analítico resulta completamente estéril en lo que se refiere a los ódradeks. Un ódradek no posee partes. Las partes de un ódradek vuelven a ser ellas mismas un nuevo ódradek.




La sonrisa de Susan no se descompone en elementos discernibles. La ampliación de la imagen no resuelve ningún enigma, si acaso lo multiplica.



Al final me tropiezo con una especie de nebulosa, un microagujero negro alrededor del cual gravitaba, sin saberlo, la imagen completa. Al final, como siempre, sólo queda la ausencia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El placer del atavismo

Playa honda, Cala Flores, Playa Paraíso... Siento fascinación por la toponimia de este rincón del mundo. El hecho de que la palabra 'playa' preceda a un sustantivo logra convertirlo en un lugar habitable, en el que a uno le gustaría tumbarse y reposar aunque fuese durante algunas horas. Hoy hemos paseado, bordeado los acantilados y ascendido el pequeño collado que separa Cala Reona de Cala Dentoles. Hemos tropezado lirios de mar. Su olor dulzón ha subyugado a Susan, que se protege del último sol de la tarde con su sombrilla de papel. El terreno contiene una gran cantidad de pizarra y, de vez en cuando, es posible encontrar algún que otro pozo minero abandonado. Nos hemos asomado a uno de ellos. La entrada estaba sellada por unos cuantos tablones de madera. Ya los romanos buscaban plata en el subsuelo de aquella montaña. El sol estaba a punto de ocultarse a nuestras espaldas. La cala, a nuestros pies, permanecía vacía. Creo que fue una sensación de atavismo la que se apoderó de nosotros, de nuestros cuerpos. El azul del mar combinado con el color cobrizo de la tierra. La fusión de colores y elementos suscitó en nosotros un ansia pareja de conmistión. Fue Susan la que tomó la iniciativa al desprenderse de la braguita anaranjada del bikini. La seguí de inmediato, dejando caer al suelo mi bañador de Adolfo Domínguez (reparen en la redundancia). Nos acoplamos sobre una enorme piedra de pizarra que guardaba todavía el calor del sol. Allí nuestros cuerpos se cocinaban. Hacíamos el amor al tiempo que nos preparábamos como el alimento de una deidad vinculada a aquella naturaleza. Nos sorprendió darnos cuenta de que, más que dos cuerpos, éramos parte integrante de aquella fusión elemental que perduraba desde antes de nuestra aparición en el planeta; que compartíamos el placer dilatado de las eras geológicas. La analidad no fue entonces una decisión. Simplemente se impuso, lo anal. Porque el aparato digestivo tuvo prioridad en el ciclo biológico, primero hubo que alimentarse. Más tarde acontecería la reproducción. El cerebro es el hallazgo más reciente de nuestra naturaleza. Y aquel momento de atavismo, ya lo dije, nos consumía, nos digería en el estómago que era aquel paisaje de arena y pizarra, arrullados por el compás si cabe todavía más atávico del mar. Y después de terminar permanecimos algunos minutos más tumbados sobre aquella piedra, gozando el declive de aquel placer protozoico. Nada tristes, por cierto.

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