domingo, 20 de diciembre de 2009

El primer caldero

Ya dije que mi bisabuelo había sido el capitán del Sirio. Muchos de los náufragos fueron acogidos durante días en los hogares de los pescadores que acudieron a rescatarles. Mi bisabuelo permaneció diez días en casa de uno de ellos. Tenía una familia y tres hijos, el pescador. En su casa mi bisabuelo probó por primera vez el caldero. Si mi bisabuelo no hubiese naufragado jamás habría probado el caldero. A mi bisabuelo le encantó aquella receta de arroz. Tanto, que la transmitió de generación en generación. El caldero es un plato familiar para mi familia napolitana. Es el plato de los domingos. Se ha convertido en un ritual, en un acto casi religioso, como el cordero de los musulmanes o el kosher de los judíos. Antonio era el nombre del pescador que acogió a mi bisabuelo durante aquellos diez días. Hasta que vino un nuevo barco a rescatarlo. Cuando mi bisabuelo subió al barco, esta vez como pasajero, vestía unos sencillos pantalones de tela negros y una camisa blanca de pescador. Mi bisabuelo regaló su traje de capitán a Antonio. Sólo se llevó consigo, de vuelta a Italia, el ejemplar de La incógnita, de Pérez Galdós, el verdadero responsable de aquella catástrofe. Posiblemente el traje de mi bisabuelo siga en el pueblo, guardado en algún baúl, olvidado por las generaciones sucesivas. O quizás no, quizás ocupe un lugar privilegiado en algún cajón, en una vitrina, conmemoración de la estancia de aquel capitán de barco italiano que naufragó en las Islas Hormigas. Podría preguntar a los vecinos por ese traje. Pero no lo haré. Prefiero que el traje se mantenga en el limbo de existencia, como el monstruo del lago Ness, como Big Foot, como el gato de Schrödinger. Las cosas que existen y que no existen al mismo tiempo son aquellas que conforman lo mítico. Y yo quiero que el traje de mi bisabuelo forme parte de la leyenda.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Una geometría hiperbólica

Susan quiere llegar hasta los pies del faro. Yo le digo que nunca he estado, que recuerde, a menos de cien metros de él. Hemos salido de casa y nos hemos dirigido hacia su imponente figura. La carretera que lleva hasta el faro acaba en un momento dado, justo al inicio de unas escaleras que ascienden hacia el pequeño montículo que sirve de base a la construcción. He oído historias acerca del farero. Que vive en el faro con su familia, sólo generalidades. En realidad creo que nadie lo ha visto. Las escaleras nos llevan en un primer tramo directos hacia el faro, pero luego lo bordean alejándose repentinamente de él. A continuación un nuevo tramo parece acercarnos hasta que una erupción rocosa obliga al camino a torcerse de nuevo, esta vez en sentido descendente. Hemos subido y bajado escaleras durante más de media hora, hasta que, fatigados, nos hemos detenido para calibrar nuestra posición. Estábamos más lejos todavía de él que al principio de la ascensión. ¿Cómo era posible? Hemos decidido seguir intentándolo. Cada vez que nos aproximábamos el sendero giraba por algún motivo, alejándonos de nuevo de él. Podríamos haber intentado abandonarlo para a atravesar campo a través, pero el terreno era demasiado escarpado para adentrarse en él sin el calzado adecuado. Finalmente hemos desistido. Nos hemos contentado con admirar su fantástica planta desde el lugar donde nos encontrábamos. Justo en ese momento una luz se ha encendido en la base del faro, ahí donde deberían estar las habitaciones de la residencia del farero. Hemos visto cómo una sombra atravesaba la ventana. A pesar de que el sol todavía tardaría unas horas en ocultarse, podíamos ver cómo la luz parpadeaba tras el cristal, como si una mano en el interruptor fuese guiada por el mismo mecanismo que hacía funcionar el faro. Transmitiéndonos, quizá, un mensaje de peligro.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Cosas que desaparecen

Hay maneras de hacer desaparecer las cosas. Con el tiempo he aprendido a creer en la magia. No se trata de simple prestidigitación, no. Es hacer que las cosas ya no estén, o estén en otro sitio, muy lejos de donde se las busca. Hoy me ha ocurrido. Usaba un destornillador para reparar un cajón del armario que se resistía a cerrarse. Y ya no está. Me refiero al destornillador. A veces realizamos movimientos de manera inconsciente, incurrimos en rituales secretos que hacen que un ser determinado se evapore. No sabría repetir mis movimientos. Ahí está la gracia. Hay gestos que crean agujeros negros capaces de desmaterializar las cosas. Todos lo hacemos. Naturalmente ocurre también lo contrario. A veces descubrimos un objeto novedoso sobre la mesa, en un cajón, en el suelo del baño, sin saber muy bien de dónde vino. Sería fantástico saber dónde aparecerá mi destornillador. Era un destornillador grande, de estrella, de mango de color azul y amarillo. No pido que me lo devuelvan. Sólo saber si alguien lo ha visto.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Sobre el virtuosismo

Pienso que es virtuoso aquél que logra hacer su virtud inaprensible. El virtuoso abandona la naturaleza para llegar a una segunda naturaleza. Es como un animal que practicase mucho y que al final lograse comportarse como un ser humano. Y nadie notase la diferencia. Uno escucha tocar a Glenn Gould y le parece que ésa es la manera natural de tocar un piano, la manera en que debería sonar un piano si uno se sentase delante y acariciase sus teclas. Uno mira un cuadro de Vermeer y le parece que así debería pintar cualquiera que pusiese en sus manos una paleta llena de colores primarios. Uno mira los movimientos de Susan y piensa que ésa es la manera en la que todos debiéramos desplazarnos. Yo vi a Philippe Petit caminar sobre un cable de acero y pensé que cualquiera podría subirse y caminar así, como si uno pasease tranquilamente por la avenida de una gran ciudad, pero con las manos extendidas, como los niños que corren y abren los brazos y creen que así echarán a volar. Me subí a uno de esos cables y me caí. Descubrí que los virtuosos nos engañan, que no hay nada natural en lo que hacen, que había que trabajar mucho para llegar a esa doble naturaleza que se parece mucho a la primera, pero que es distinta. Aprendí la lección y ahora practico el funambulismo con los pies en la tierra. Puede que al observarme les parezca fácil. Que piensen que cualquiera podría hacerlo. Inténtenlo si pueden. Les digo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Pompas de jabón

Uno de nuestros entretenimientos favoritos son las pompas de jabón. Susan y yo nos sentamos en las tumbonas de la terraza, ella con un pequeño cilindro relleno de una solución jabonosa del que extrae una tapadera a la que está adherida una varilla que acaba en una especie de monóculo. Al soplar a la anilla, Susan produce un montón de pompas que flotan junto a nosotros y que explosionan de manera impredecible. Estos pequeños ódradeks iridiscentes están llenos de simbolismo. La esfera siempre ha sido el elemento protector por antonomasia. La mayoría de la gente busca cobijarse en una esfera y, cuando ésta se rompe, sufre el desconcierto y el vértigo del polluelo arrojado del nido. No es mi caso. Siempre disfruté disolviendo las pequeñas esferas de jabón con la carne imperfecta de mi dedo. Así extiendo la mano para alcanzar las pompas que Susan extrae al artilugio de la manera más delicada que pueda imaginarse. Como si las pompas, en lugar de salir del pequeño aro, brotasen directamente de sus labios. Acerco mi dedo a una de ellas y pienso en la civilización. Y estalla. Lo acerco a otra y pienso en la nación. Y estalla. A otra, mientras pienso en la familia. Y ocurre lo mismo. Luego pienso en mí, en el Adolfo Domínguez que soy capaz de reconstruir en mi cabeza. La imagen me confunde, de manera que, mientras tanto, la pompa ha conseguido esquivar mi dedo. Lo ha evitado para perderse más allá de la barandilla de la terraza, camino de no se sabe dónde.

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