jueves, 8 de octubre de 2009

Los desertores

Hoy he intentado matar el tiempo antes de la llegada de Susan con un paseo por el puerto. Barcos de motor y grandes veleros de hasta tres mástiles flotaban sobre las aguas mansas, al parecer inalterables, de esta diminuta región del mundo. He reparado en uno de los patrones de uno de los veleros. Uno de los más grandes y lujosos de todo el puerto. Llevaba un sencillo bañador que le cubría hasta los tobillos. Pese a superar probablemente la cuarentena, su cuerpo era el de un atleta o, mejor, el de un guerrero. En la parte inferior de los abdominales una cicatriz señalaba lo que podría pasar perfectamente por una herida de guerra. Se movía con agilidad por la cubierta del barco, atando cabos a un lado y otro, practicando la para mí desconocida ciencia de la marinería. Lo he imaginado vestido con un traje elegante, haciendo desde su despacho llamadas que pondrán en marcha los engranajes del mundo. Su cuerpo es sin duda el de alguien preparado para librar una batalla. Y, casi con toda seguridad, para ganarla. Todo lo cual confirma mi impresión de que siempre, en todo momento, estamos en guerra. Una guerra en la que no sé si alguien llegó a reclutarme. Me escabullo de inmediato por una de las calles laterales que conducen a los bares y restaurantes cercanos al puerto antes de el patrón se fije en mí. Los auténticos guerreros tienen un sexto sentido para detectar a los desertores. Y lo peor que puede hacer un desertor es llamar la atención.

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