miércoles, 18 de noviembre de 2009

El método

Mientras tomábamos una cerveza en una terraza de la plaza del pueblo, me he propuesto mostrar a Susan uno de mis recientes descubrimientos. He hecho acudir a un muchacho que parecía aburrido, sentado en un poyete, lanzando guijarros a una lata de refrescos. El muchacho se ha acercado con curiosidad. Le he dicho que éramos un par de periodistas realizando un estudio (lo más acertado habría sido hacerse pasar por psicólogos, pero mi experiencia me dicta que los chicos de hoy en día rehúyen de los representantes de ese oficio como otras generaciones abominaban de los portadores de sotanas. Al fin y al cabo ambos se proponen un mismo objetivo: la pulcritud de nuestras conciencias, listas para el pase de revista de un dios o del estado). El muchacho, encantado, se ha ofrecido como conejillo de indias para nuestro experimento. Le he pedido entonces que enunciara con una frase un hecho, no necesariamente verídico. Tras meditarlo unos instantes el chico ha dicho que hoy había comido bajocas. ¿Bajocas?, he preguntado. Bajocas, ha repetido. ¿Qué es eso? El muchacho me ha mirado extrañado. Tras dilatadas explicaciones, he creído entender que se trataba de una especie de judía verde de aspecto cilíndrico. He dado su respuesta por válida. Era un principio. Le he preguntado el tamaño medio de la bajoca. El muchacho ha abierto los dedos índice y pulgar como si fuesen los brazos de un compás. De acuerdo. Después he indagado por el sabor de la bajoca. Como el de una judía, pero mejor, ha respondido. ¿Con qué iban acompañadas? Con tomate, se comen con tomate. Nada que objetar. En absoluto. ¿Cuándo las comiste la última vez? El muchacho ha puesto cara de hacer memoria. No sé, creo que una semana. Era posible, naturalmente. ¿Y tu madre? ¿Mi madre? Ha puesto cara de asombro. ¿A tu madre le gustan las bajocas? Sí, bastante. Tienen que gustarle mucho, para que las haga tan frecuentemente. Es la época. Y a ti, ¿te gustan? No demasiado, la verdad. Pero te las comes. Ha asentido con la cabeza. Te obliga tu madre. Ha repetido el gesto. Si no, te castiga. Desde luego, me deja castigado toda la tarde sin salir, si no me como lo que me pone en el plato. ¿Y la última vez, te las comiste? No, no las comí. Lo miré de nuevo. Me pareció portentoso. Un ejercicio magistral de simulación. Muchacho, le dije, sin duda llegarás muy lejos en la vida. Pero estoy seguro de que mientes. El chico ha abierto desmesuradamente los ojos. Yo había introducido mi mano en el bolsillo para recompensarlo por su actuación. Sin embargo, después de escuchar la rotundidad de mis palabras, imaginando tal vez un castigo o algo peor (una charla, quizás, sobre la necesidad de decir la verdad para lograr la confianza de los semejantes y purgar con un mea culpa aquel pequeño acto de egoísmo, seguido de un refuerzo positivo en forma de helado o efervescente refresco), el chico ha echado a correr como una centella hasta desaparecer de la plaza. Entonces me he girado hacia Susan, que me miraba estupefacta. ¿Ves?, le he dicho, mi método resulta del todo infalible.

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