martes, 27 de octubre de 2009

La sonrisa de la Gioconda

Los ódradeks tienen una capacidad casi inagotable de reproducción. Los ódradeks son singulares, es cierto, pero hay algo en su naturaleza que los predispone a la copia. La sonrisa de la Gioconda, por ejemplo. La mayoría de los turistas se disponen frente al cuadro del Louvre y disparan su cámara fotográfica sin darse cuenta del instinto atávico que los posee en ese momento. Los ódradeks usan al ser humano como aparato reproductivo, ya que ellos (como todo lo monstruoso) son incapaces por sí mismos de hacerlo. Como los insectos que ayudan a polinizar cierto tipo de flores, así el ser humano forma parte del aparato reproductor de los ódradeks. Gracias al ser humano y a sus cámaras fotográficas, el ódradek 'sonrisa de la Gioconda' se ha extendido por todo el mundo, en un ejemplo de éxito reproductivo. Tanto, que ha llegado a conquistar los labios de Susan, quien, esta mañana, al abandonar la cama y entrar a la cocina donde me encontraba preparando el desayuno, han reproducido con meticulosa exactitud la curvatura de los de la Mona Lisa.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Tsunami

Todavía metidos en la cama le explico a Susan los últimos acontecimientos, es decir, el hallazgo del ódradek de Australia, su vinculación con Cabo de Palos, y las pruebas de que la guerra no es ajena a este lugar que alguien podría confundir con el paraíso. Susan ha querido ver por sí misma el ódradek de la ducha. Ha regresado desnuda, maravillada por el descubrimiento. Después, como si quisiera con ello confirmar mis teorías, ha dicho que en la disposición de los guijarros del aparcamiento había apreciado síntomas inequívocos de abyección. Le he hablado del mar apacible que bate la costa al otro lado de las paredes. Susan, sin embargo, al igual que yo, está convencida de que Cabo de Palos, de alguna manera que escapa a la lógica pero no a la poesía, está indisolublemente ligado a nuestras antípodas. La prueba reside en el techo del cuarto de baño de nuestro apartamento de alquiler. Después, con su cuerpo desnudo iluminado por la luz de la luna, ha pronunciado la palabra tsunami.

domingo, 18 de octubre de 2009

Sulai Zhen

Susan no es en realidad Susan sino Sulai Zhen. Nació en este país, pero decidió desde muy pronto custodiar las costumbres aristocráticas de su China natal. Ella me introdujo en los delicados refinamientos del arte y la literatura orientales. Ella me enseñó que la delicadeza y el espíritu no son sino un epifenómeno de ciertos estados complejos de la materia. El acoplamiento de dos cuerpos, por ejemplo. Susan y yo no constituimos a su parecer una pareja, sino una antología muy selecta de la especie humana. Como un par de flores colocadas en un jarrón transparente a través del cual pudiera divisarse la línea del horizonte, dice ella. A diferencia de otras 'antologías' humanas, nuestro objetivo es transmitir a aquel que nos contempla (paseando, haciendo la compra o tumbados en la playa) serenidad y cierta apertura hacia las potencialidades recónditas de la existencia. Susan me enseñó el exquisito arte de la composición de los libros de la almohada. Cada estado de ánimo de Susan es una página en blanco que ella se encarga de llenar con caracteres de hermosa caligrafía. Estimo que el número de esas páginas ha de ser infinito.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Una oriental

Por la noche he ido a la estación de tren a recoger a Susan. El tren ha entrado en el andén a la hora prevista. Desde los ventanales de la cafetería, delante de un café, he visto cómo, primero la locomotora, y después los vagones, uno a uno, recorrían el andén hasta detenerse. Los pasajeros han comenzado a descender, entre ellos, una mujer oriental ataviada con un kimono rojo y zapatos de tacón a juego que ha abierto bajo la luz eléctrica de la estación una sombrilla de papel estampado con una espiral que se cierra alrededor de la contera. La mujer oriental ha cogido la maleta y, sin abandonar la sombrilla, se ha dirigido hacia la cafetería con pequeños pasos, separando apenas un pie del otro, como si temiera de un momento a otro caerse desde la altura de sus tacones, aunando en su desplazamiento lo absurdo, lo exótico y lo arcaizante. La mujer oriental, tras cerrar el paraguas, ha abierto la puerta de la cafetería y, arrastrando tras de sí la maleta, se ha acercado hasta detenerse junto a mi taburete. Entonces ha acercado sus labios pintados de delicado maquillaje a los míos y me ha besado. ¿Qué tal ha ido todo? Muy bien, ha sido su respuesta.

domingo, 11 de octubre de 2009

Casiolas

Por la tarde he seguido caminando (Susan no llegará hasta la noche), esta vez por la playa de levante. Por primera vez me he atrevido a aproximarme al agua. Me he detenido justo al borde del agua, apenas a unos centímetros de la línea invisible que las diminutas olas no parecen decidirse a rebasar. Me disgusta la arena de la playa. Eso hace que nunca me descalce en mis paseos junto al mar. De hecho, camino con mis viejas zapatillas de funambulista, dando pequeños pasos, intentando siempre que los diminutos granos de arena no acaben penetrando por la inapreciable hendidura que separa mi piel de la del calzado. Las olas lamían la puntera de mis zapatillas. He pensado en retirarme, en dar un paso atrás, pero finalmente he permanecido inmóvil, recreándome en aquella pequeña heroicidad. Las olas son tan diminutas que dudo en calificarlas de tales. Mejor sería denominarlas casiolas. Ódradeks evanescentes. No deja de sorprenderme la mansedumbre de este mar. Es un mar sin duda al alcance de la mano de un niño, el mar que uno llevaría a su casa si dispusiese de una casa lo suficientemente grande. Me fascina su casi no movimiento, su predisposición a la quietud. Su ritmo acaba creando una trama frágil, trenzada por las casiolas (esos minúsculos acontecimientos). La casiola se acerca a nosotros. Pareciera querer decirnos algo, pero al instante siguiente se retira, dejando un rastro insignificante de espuma sobre la arena. Las casiolas son la auténtica frontera de Cabo de Palos, una frontera evanescente que yo no me atrevo a rebasar.

jueves, 8 de octubre de 2009

Los desertores

Hoy he intentado matar el tiempo antes de la llegada de Susan con un paseo por el puerto. Barcos de motor y grandes veleros de hasta tres mástiles flotaban sobre las aguas mansas, al parecer inalterables, de esta diminuta región del mundo. He reparado en uno de los patrones de uno de los veleros. Uno de los más grandes y lujosos de todo el puerto. Llevaba un sencillo bañador que le cubría hasta los tobillos. Pese a superar probablemente la cuarentena, su cuerpo era el de un atleta o, mejor, el de un guerrero. En la parte inferior de los abdominales una cicatriz señalaba lo que podría pasar perfectamente por una herida de guerra. Se movía con agilidad por la cubierta del barco, atando cabos a un lado y otro, practicando la para mí desconocida ciencia de la marinería. Lo he imaginado vestido con un traje elegante, haciendo desde su despacho llamadas que pondrán en marcha los engranajes del mundo. Su cuerpo es sin duda el de alguien preparado para librar una batalla. Y, casi con toda seguridad, para ganarla. Todo lo cual confirma mi impresión de que siempre, en todo momento, estamos en guerra. Una guerra en la que no sé si alguien llegó a reclutarme. Me escabullo de inmediato por una de las calles laterales que conducen a los bares y restaurantes cercanos al puerto antes de el patrón se fije en mí. Los auténticos guerreros tienen un sexto sentido para detectar a los desertores. Y lo peor que puede hacer un desertor es llamar la atención.

domingo, 4 de octubre de 2009

Aviones de papel

Con frecuencia se tiene la impresión de que la realidad cae en al absurdo y el sin sentido. No obstante, nuestro instinto realista, educado a través de la lectura de múltiples novelas y del estudio de la historia, acaba por convencernos de que el absurdo es la excepción en un mundo ordenado, en el que las piezas tienden a encajar las unas con las otras como en un complicado mecanismo de relojería. Más bien deberíamos reconocer todo lo contrario. No hay nada como realizar algún acto absurdo para atravesar la membrana y pasar al lado de la auténtica realidad. Fabricar aviones de papel, por ejemplo, y arrojarlos al mar desde el acantilado donde se yergue el faro. Antes habremos escrito algunas frases importantes, o que parecen importantes, o que serían importantes en un mundo realmente gobernado por la lógica o la ética o la estética o por alguna otra palabra de naturaleza esdrújula. Frases como:

El arte ha muerto.
La historia ha muerto.
La lubina ha muerto.

Algunas muertes pueden resultar bastante placenteras.

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